La religión de la música

La religión de la música

La música ha existido siempre, vino con la Creación, si no estaba antes: es parte esencial de todo lo que existe. Lo dicho no es una efusión del músico, está inscrito en la sabiduría antigua, desde antes de Pitágoras y este lo aseveró. En la China milenaria le asignaban la nota fa (kunc, en su idioma) al compendio sonoro de toda la Naturaleza. De este mismo sonido hizo Beethoven referencia, haciéndolo su preferido. Cada elemento, desde la más inerte piedra hasta el silente árbol o la diminuta hormiga, y muy particularmente el ser humano, emite un tono particular, y en este conjunto, como en una gran orquesta, se resume un colosal concierto, bien audible, si no fuera por el bullicio impío y agresor que lo ahoga.

Ahora, desde un punto de vista más concreto, ¿qué es la música? ¿Cual es su papel en todo este proceso diario de existir? ¿Será un invento del hombre para su propio deleite? Estos y otros cuestionamientos vienen a la mente  cuando estamos bajo el influjo (y aun sin ello) de este  así llamado arte de los sonidos; y, si de sonidos se trata, resulta evidente que estamos ante un fenómeno físico, aunque, un sonido aislado no hace música: esta implica movimiento, flujo constante, concertación. Allí, sin embargo, allí no se detiene la acción, es tan sólo un principio. La música alcanza su máxima expresión cuando estos sonidos entran en relación activa y envueltos en el tiempo; esta interrelación deviene entonces una estructura, la cual a su vez entraña fundamentos químicos, mezcla de componentes reactivos y colorantes sonoros.

A causa de este quehacer de laboratorio donde se conjugan la emoción, el sentimiento y la pasión con diversos factores de medición y tiempo, se ha convenido en llamar la música, arte y ciencia. Arte, porque implica una estética; ciencia, porque demanda cálculos severos, instantáneos, combinación de células sónicas que germinan y se reproducen.

De nuevo se inquiere, ¿es la música producto del ingenio del hombre? Tal parece que no, y en esto tendremos que asentir con Pitágoras, quien percibía con su oído de Gran Iniciado la existencia de sonidos y armonías en el movimiento de las esferas, en los cuerpos celestes como en aquellos no tan etéreos.

Lejos de servir como un mero entretenimiento mundano, aunque muchos así lo crean, la música pertenece a esferas de diferentes dimensiones; más allá de los estratos del sentimiento y las emociones, penetra hasta el ámbito donde se detiene la filosofía, y aún más allá, evoca conceptos de mundos desconocidos y descubre el reino de la Verdad primera y última de la existencia que aunque bien presentes se encuentren en los profundos recintos de la conciencia humana, no están al alcance del lenguaje diario.

Es la música parte esencial del desarrollo de la humanidad. En efecto, mucho antes de la aparición del lenguaje ya había música en el corazón del hombre con su rítmico latir, y este ritmo, cuyo pulso se define en el tiempo, es el elemento primigenio, presente en todo arte.

Hay música en la brisa que cimbrea los céfiros murmurantes y cuando se esparce al orbe la fragancia de las flores; vibra con los tonos mántricos de las olas y la arena así como en las melodías tristes del mar sereno, sin olvidar el rugido sincopado y pomposo de los tambores del cielo para anunciar las tormentas, ni los flautines incisivos de los pajarillos del campo.

La raza humana, en todos sus estratos, si llegara a conocer esta verdad, de seguro que cambiaría su actitud destructora hacia el otro. Somos sin llegar a advertirlo, entes eminentemente musicales y a causa de esta ignorancia, abundan entre nosotros tantas discordancias, (disonancias, se corrige el músico).  Sólo algunos han aprendido a emitir el sonido que les corresponde, aunque, tan aisladamente, que no se logra la buscada concertación total.

Con la anterior afirmación no persigue el músico beatificar las relaciones entre las gentes, ni siquiera evocar la existencia de sonoridades que van de seguro a resultar inaudibles para muchos, sobre todo aquellos que tienen ya comprometido su espacio sonoro con otro tipo de frecuencias. El músico busca sólo insinuar la reflexión sobre estos asuntos.

En otro orden de ideas, la humanidad tardó centurias para asimilar a su dominio y luego aprender a manipular este complejo (mas, no complicado) lenguaje con toda su fuerza de expresión.

 Como un gran logro, pudo transcribir los errantes sonidos al papel, acontecimiento que propició la transmisión precisa de las ideas hasta entonces ceñidas a la comunicación oral de uno a otro individuo, de una generación a las siguientes.

 Con el recurso de la escritura, la invención de los diversos instrumentos y el poder de la imaginación, se transforma el arte-ciencia musical en una verdadera religión. Como tal, entroniza sus deidades: en ceremonial, coloca la batuta en manos del maestro y sumo-sacerdote, quien investido como oficiante dirige con solemnidad a los diáconos y sub-diáconos ejecutantes, todos, bajo las cúpulas sonoras de templos de recogimiento y elevación espiritual, colmados de reverente feligresía.

Así se convierte la música en cotidianidad planetaria, entre arabescas y melodías, armonías multicolores y arpegios hasta el infinito, y en medio de este colosal concierto, prevalece, se exalta y resuena la nota clave: el amor.

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