La religión política

La religión política

Todo pasa y todo queda…

La sociedad dominicana ha vivido atada a visiones primitivas del poder. Nuestra democracia es un sistema de apariencias formales en cuyo núcleo se arraiga un rancio caudillismo. Apertura, horizontalidad, pluralidad, inclusión son valores del pensamiento democrático que han tenido un tardo despliegue pragmático en nuestra cultura. Añejas concepciones nacidas del autoritarismo siguen dominando el ejercicio del poder.

El liderazgo del relevo generacional prometió rupturas claras con ese modelo, pero el tiempo ha revelado lo contrario: fue entronado, estilizado y concentrado. Hoy tenemos más instituciones y menos institucionalidad, más leyes y menos legalidad, más controles y menos transparencia, más tribunales y menos justicia, más modernidad y menos oportunidades. Un Estado tan grande como ineficiente, con crecimiento sin desarrollo y democracia sin participación.

La era del caudillismo ilustrado que debió clausurar Leonel Fernández, se exaltó y consumió en su propio culto, retardando el tránsito a nuevos estadios de desarrollo democrático. Las generaciones emergentes repulsan ese liderazgo personalista, mítico y paternal que ya no convoca ni provoca. La historia reciente ha sido pedagógica en las patéticas lecciones de ese paradigma. Nos hicieron pagar con sangre las secuelas de una idolatría irracional. A sus expensas se entronó una casta política malcriada, consentida y enaltecida. Las instituciones se convirtieron en haciendas, la impunidad en culto y el servilismo en devoción.

Los que por razones de dividendos y negocios siguen invirtiendo políticamente en ese modelo pueden ir sopesando a tiempo sus apuestas. Ya no somos una sociedad rural, analfabeta ni supersticiosa que dobla sus rodillas a cualquier retórica. Esa generación estrafalaria y aparentemente desorientada, construye, con el tumbao del dembow, una nueva conciencia social: irreverente, subversiva y crítica. Esa gente paria pero inmensa, nacida de la exclusión urbana, mal nutrida, intuye hasta por olfato el tañido engañoso de la demagogia.

Es tiempo de que esa casta opulenta empiece a organizar su retiro y a aceptar que el país es para todos. Que no hay nadie insustituible, ni genio que inmortalice la palabra hueca, ni ilusionista que mantenga en vilo al asombro.

Algunos han caído en oscuras depresiones, chocando con su propia mortalidad; husmeando recodos del poder y nuevas tribunas para airear calladas soledades. Sueñan con retornos gloriosos en caravanas de fantasías. Pero vuelven a tropezar con sus realidades, tan pesarosas como el despertar de sus caídos ranking en los espejos vaporosos de las malditas encuestas. Entonces las zalamerías molestan, los halagos escasean y las lealtades se esconden. Quedaron solos en la autoestima de sus imperfecciones, creyéndose lo que nunca fueron sino por las lúbricas humedades del poder. Y es que es duro bajar de un altar tan alto. Pero más grande es volver a rezarles…

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