La representación del negro en “La sangre” de Cestero

La representación del negro en “La sangre” de Cestero

En el discurso narrativo de Cestero se ponen en juego todas las contradicciones políticas, clasistas y raciales. Los negros son representados como integrantes del hibridismo de la sociedad dominicana, del cual la narrativa culturalista finisecular derivó los males que impedían el desarrollo de una ‘polis’ democrática.
Luego de la muerte de Heureaux, el país se enfrentó a la atomización de la fuerza política en varios caudillos. La juventud estudiosa tuvo que aceptar al dictador o el exilio. Y luego participar en la montonera. Como lo hizo el mismo Cestero, quien fuera secretario de Horacio Vázquez (“Una campaña”, 1903).
El héroe Antonio Portocarrero es una suma de contradicciones y en él podemos ver a su generación, a su clase social y también, como en un espejo, al autor. “La sangre” (la vida bajo la tiranía) es un texto que desborda el prolongado gobierno de Ulises Heureaux y lo hace porque la dictadura no es el tema central, sino un episodio importante para el análisis de la realidad social de la República Dominicana. Se ha dicho que la obra muestra el perfil psicológico del dominicano. Pero yo no veo un estudio introspectivo de la dominicanidad. Creo que se asoma, pero no puedo afirmarlo como lo hace López y otros que la han analizado.
El espacio social y político de “La sangre” muestra a un país pobre con una influencia de viejas castas rancias que se manifiestan en la imagen patriarcal que existe en la casa de la mujer de Portocarrero. La mirada a los barrios denota la pobreza. El interés en la cultura y la lectura denota la ascendencia de una clase que ha cambiado gracias a la educación y a los albores de modernidad que trajeron la guerra de independencia de Cuba y los efectos del desarrollo de las comunicaciones producto de la Revolución industrial de Estados Unidos.
La República Dominicana estaba en un nuevo escenario internacional. En la medida en que la política de Washington miraba al Caribe dentro de la Doctrina de ‘América para los americanos’ del presidente Monroe (1828). La deuda de la república con países europeos plantea un choque con las pretensiones de Washington –que ya había tenido el intento de la anexión de la bahía de Samaná– de convertir a la República Dominicana en un estado de la Unión (Sommers Wells, “Las Viñas de Naboth”, 1929). El capital americano había ido sustituyendo al capital europeo. En 1898, la guerra Hispano Americana deja, como injusto armisticio, a Puerto Rico bajo la soberanía estadounidense y a Cuba invadida y mediatizada por la Enmienda Platt.
La juventud dominicana se encontraba en una encerrona. Había estudiado y sólo le quedaban dos caminos: aceptar la realidad y anexarse al poder establecido o irse a la manigua a luchar por una república liberal más inclusiva. La modernidad que presentaba Heureaux no les daba cabida. Por tal razón, la pluma y la espada estaban enfrentadas en el discurso poético de Salomé Ureña. La construcción de una república sin injerencia extranjera como la había soñado Juan Pablo Duarte era prácticamente una quimera.
Todos estos elementos aparecen en la obra de Cestero. A lo que quiero agregar el tema de la mirada. Ya he dicho más arriba que Cestero representa a una generación en medio de muchas contradicciones. Él ve la república desde la perspectiva de un dominicano blanco, desde la mirada de un narrador redentorista. Y cabe ver cómo la otredad está ahí configurada. En varios momentos el narrador heterodiegético realiza una mímesis de la composición social y ética de los dominicanos. En “Ciudad romántica” (1911) había analizado su representación del negro como una otredad.
En “La Sangre” retoma la misma postura. Campesino y negros son, en cierta medida, los bárbaros que no permiten el desarrollo de la república liberal que postula Portocarrero en la novela y en el discurso político Cestero. Los negros vienen de Engombe o de Los Mina, son vendedores ambulantes o entran a la ciudad acompañando a los ejércitos de la montonera a sangre y a fuego. Es una visión de civilización y barbarie. Cestero reescribe a Sarmiento; mientras, la clase de blancos de la tierra ve en la figura del abuelo a una lejana España que sólo se acerca en la conmemoración del Cuarto centenario del descubrimiento de América.
Los elementos raciales se centran en un principio en la figura de Ulises Heureaux. La ciudad había aceptado por la fuerza a un negro como presidente. Heureaux se impuso por sus dotes militares, por sus habilidades políticas, por su cultura letrada y por su religiosidad africana. Por las relaciones que tenía con el pueblo mulato y negro como él. La clase blanca lo despreciaba y le llamaba ‘mañé’. La burocracia política le aceptó puestos y canonjías y la emergente, la clase propietaria y comercial, era su socia en los negocios. La ciudad letrada se dividía en adeptos y desafectos o expulsos.
La mirada de Cestero a la diversidad es la de un blanco que expresa el discurso de una élite intelectual. Muchas veces sus expresiones describen una realidad que muchos escritores no describen en sus escritos, pero Cestero, que pensaba desde lejos, estaba muy atento a una dominicanidad diversa. Cuando habla del carnaval, las danzas, “remedan a los negros de Los Minas que en las Pascuas de Espíritu Santo venían desde la aldea fluminense de San Lorenzo a bailar sus tangos africanos al son de los cañutos, compuestas de parejas distinguidas que sobre tallos de caña brava bailaban con elegancia” (50).
No deja su descripción racialista de presentar el negro como problema y unido a la dictadura de Heureaux. Dice más adelante: “Luperón, con todos sus prestigios de caudillo restaurador, derrotado y burlado en los comicios de 1888 por atabales mandingas, tocados a las puertas de los comités eleccionarios…” (55). En otra parte señala el narrador: “Los parroquianos, los muchachos y las negritas sirvientas del barrio [a Seña Catalina] la sacan de quicio, regateando, pellizcando las frutas, pidiendo ñapa”. La negra termina haciendo un discurso a favor de la blancofilia y la hispanofilia (96).
En las revoluciones los negros son usados por los jefes revolucionarios para establecer la horma del ‘desorden’ político: “Negros feroces, carne de horca, transitan “máuser” al brazo; los jueces se encuentran con aquellos que en la víspera condenan” (188). En este relato el negro se encuentra dentro del símbolo de “la sangre” que es el de las revoluciones. Por otra parte, el negro “que es el terror de los gallineros, mediante la promesa de diez pesos, atándose a un cable por las axilas, un cuchillo en la diestra se arriesga, panquea, apuñala en torno, revuelve el agua ensangrentada; los tiburones desprevenidos huyen…” (205). En síntesis, el negro es el peligro, es el ladrón, el sirviente y el hispanófilo. Cestero encuentra muchos rasgos a la vez en una clase subalterna.
Los negros son, en fin, un componente de la mezcla que somos. De esa “mezcla, nos viene el ímpetu y la resignación repentinos, la violencia enfática, la suspicacia letal y aspirabilidad…(217).

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