FERNANDO I. FERRÁN
La vida humana no es fácil. Por ratos, sin embargo, independientemente de cuán complicada esté siempre surge una persona, un recuerdo, un motivo, una fuente de inspiración, un acto de fe y otro de esperanza que evita que aquella terrible alternativa de Albert Camus: la vida o el absurdo, termine en el suicidio y arribe por caminos inexplicables a oasis de amor, de felicidad o al menos de complacencia.
Lo misterioso de esos momentos fugaces encuentra su paradigma por excelencia en lo que sucedió en términos evangélicos el Sábado Santo. Apagada la vida de Jesús, por su libre elección, y con la anuencia y abandono de Aquél a quién más amaba, su Padre, desapareció en el silencio más inefable, allí donde ninguna palabra humana llega a iluminar, en la muerte, por cuestiones de la veleidad popular y de los intereses corto placistas de las autoridades religiosas y políticas.
Quizás por aquello de que nunca es más oscura la noche que cuando va a amanecer, de aquél Sábado irrumpió la resurrección no sólo espiritual sino en carne y hueso del mismo Jesús, según consta en el testimonio escrito y creído de la época.
Pues bien, valiéndome de ese hecho histórico como paradigma cultural de lo que acontece en la vida cotidiana, debo precisar que la columna vertebral de toda persona y de todo pueblo es su libertad. Para rescatarla del día a día, hace falta la memoria. Sin ésta volveríamos a partir de cero a cada instante, a modo de un ente que simplemente vegeta. Lejos de ese absurdo, las necesidades y tomas de decisión van fraguando una identidad singular propia que manifiesta el ser que personal o colectivamente somos.
Pero, ¿qué sucede cuando esa identidad parece resquebrajarse por efecto de una conmovedora crisis moral que permite gastar la vida humana en un ansia desenfrenada por la riqueza material y arruinar las arcas nacionales, por efecto de la supeditación de las instituciones y las leyes a los arreglos de aposentos y a las complicidades más descaradas con fraudes, delitos y crímenes?
Sucede lo que una inmensa mayoría de dominicanas y dominicanos, de todas las edades, de todos los estratos sociales, de toda la geografía nacional, constata, por ahora, pasivamente: el país y sus integrantes van a su ruina, como la noche a sus minutos más oscuros y la vida de todo hombre a su Sábado Santo.
Y por eso, es menester que cada cual y todos como nación recurramos cuanto antes a rescatar del olvido aquellos momentos fugaces capaces de impedir el suicidio colectivo.
Debiéramos saber ya que la reserva de toda persona y de todo pueblo no reside exclusivamente en sus recursos económicos ni en la vanagloria social. Al igual que en el paradigma ya expuesto se pasa de la vida a la muerte y de ésta a la vida, de la desolación material y de la espiritual se puede salir tan rápido como a ellas se cae por medio de esa intuición de lo que uno valora, conoció y perdió en algún recoveco del camino.
Por ejemplo, enfrascado en esa muy dura necesidad de ganar el pan nuestro de cada día, uno descuida esa fuente inagotable de sentido que es la vida familiar. Tal descuido va de la mano con el abandono de la exposición a la naturaleza, como si fuéramos seres virtuales, desencarnados e incapaces de contemplar y admirarnos de paisajes e innumerables fenómenos naturales. Y ni qué decir del abandono del ritmo de vida en la sierra dominicana, donde los patrones de comportamiento del campesinado más tradicional son fuente inagotable de virtudes, sabiduría y compasión; o de las redes y estrategias de sobrevivencia urbana de los más empobrecidos, testigos de tesón y de solidaridad en medio de la exclusión y abandono que padecen.
Pero lo importante aquí no es dar muchos más ejemplos, sino reiterar que contamos con suficiente reserva moral. Hay que optar por ella para transformar el absurdo que se acaricia en el presente, en fuente inagotable de sentido y de orientación de nuestra vida personal y nacional.
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