La resolución de la SCJ

La resolución de la SCJ

No me cansaré de repetir que constituye un grave error suplantar la legislación francesa, considerada como una de las más perfectas de las que rigen las naciones civilizadas, por una abigarrada en la cual se entremezclan leyes especiales sudamericanas con la anglosajona. Esta última, además de que corresponde a una cultura jurídica distinta a la nuestra, es esencialmente casuística. )Cuál será el punto de referencia cuando se susciten dudas sobre determinados aspectos de derecho? Se sabe que cada uno de los estados de la unión americana tiene sus propias leyes, normas de procedimiento y una jurisprudencia vacilante e inestable que ellos llaman precedentes. En nombre de la «modernización» estamos incurriendo en imperdonables torpezas, y la mayor de ellas consiste en arrojar por la borda dos mil años de creación, adaptación e interpretación de un derecho que nos viene desde Roma, enriquecido por el genio francés, que ha elaborado construcciones admirables, las cuales nos orientan a través de un acervo jurisprudencial y doctrinario sin precedentes.

Pero al margen de las consideraciones antes expuestas, vamos a analizar brevemente algunas aristas de la resolución dictada por nuestra SCJ el pasado 13 de noviembre. Comienza dicho documento con enunciaciones teóricas extraídas fundamentalmente de la Convención Americana de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos e interpretaciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, las cuales se tratan de armonizar, a veces con fortuna y otras sin ella, con nuestra Carta Sustantiva. Pero lo más extraño es su parte dispositiva, cuando dispone «la aplicación inmediata» de principios previstos en el nuevo Código Procesal Penal supuesto a entrar en vigencia en noviembre del próximo año.

Y es que nuestro más encumbrado Tribunal de Justicia no puede vulnerar la voluntad expresada por el legislador ordinario que votó la Ley No. 76 02 del 19 de julio del 2002, que instituye el nuevo Código Procesal Penal. Nadie discute que el legislador puede posponer o fijar la entrada en vigor de una ley para una fecha posterior a su promulgación, pero lo que si es inadmisible, es que un Poder del Estado interfiera en las atribuciones de otro, ordenando administrativamente la aplicación anticipada de una ley. Más claramente, sólo el legislador ordinario puede, en caso que lo considere oportuno, modificar sus propias decisiones, votando una nueva disposición legal.

Sin embargo, en la página 24 de la comentada resolución, con un lenguaje jurídico con sabor foráneo, ajeno al que se emplea entre nosotros, la SCJ reconoce tímidamente el principio de la separación e independencia de los poderes en los siguientes términos: «El principio de separación de funciones se encuentra consagrado en el artículo 4 de la Constitución que establece que los poderes del Estado:… son independientes en el ejercicio de sus respectivas funciones… del mismo modo está contenido en los artículos 8.1 de la Convención Americana de Derechos Humanos y 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.» Más claramente, admite en sus enunciados la vigencia del principio universal de Montesquieu sobre el cual descansan todos los sistemas democráticos, consagrado expresamente en el artículo 4 de nuestra Carta Magna, pero termina vulnerándolo en su parte dispositiva cuando, al margen de lo dispuesto por el repetido texto sustantivo, ordena la «aplicación inmediata» de preceptos cuya entrada en vigor está prevista para el próximo año.

Si bien es verdad que el artículo 38 de nuestra Ley de Leyes le otorga iniciativa, pero únicamente iniciativa, en la formación de las leyes a nuestra SCJ, no es menos cierto que ésta no puede bajo ninguna circunstancia arrogarse atribuciones legislativas que son propias del legislador ordinario. En otras palabras, nada justifica que nuestro más alto tribunal de justicia pretenda atribuirse, por medio de mecanismos puramente administrativos, potestades que son exclusivamente privativas del Congreso Nacional.

Además, resulta incongruente que en su larga lista de enunciados, que abarca 30 páginas de extraña mezcolanza de principios legales de aquí y de allá, no se tome en consideración el nuevo Código Procesal Penal cuya aplicación anticipada se ordena. El único que puede disponer sobre el tiempo de la entrada en vigencia de dicho código, que ya fue promulgado y que, repito, está supuesto a regir a partir del mes de noviembre del 2004, es el legislador ordinario y nadie más.

Se le hace un flaco servicio a nuestra deteriorada institucionalidad cuando, en su afán de «modernización», las propias instituciones llamadas a hacer cumplir la ley son las primeras en violarlas. No me cansaré de insistir que se precisa ser esclavo de la ley para ser guardián de ella. Sobre la pertinencia de estas nuevas disposiciones legales consignadas tanto en la resolución de la SCJ como en el nuevo Código Procesal Penal, abrigo serias reservas que posteriormente continuaré exponiendo.

Deseo terminar este artículo con una exclamación patética: (Pobre país el nuestro, llamado a convertirse legalmente en una Torre de Babel!

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