La respuesta del «Estado fallido»

La respuesta del «Estado fallido»

MELVIN MATTHEWS
A simple vista parece desmesurada la respuesta del Presidente Leonel Fernández a la evaluación de la República Dominicana como uno de los veinte «Estados fallidos» del mundo, una hipérbole noticiosa difundida recientemente por el influyente centro de investigación y análisis de políticas públicas Fondo para la Paz, a través de su prestigiosa publicación Foreign Policy, con sede en Washington, la cual ha concitado el rechazo cuasi unánime de la clase política nacional.

Igualmente puede sostenerse que el mandatario exagera cuando enzarza al cuerpo diplomático acreditado en el exterior en una intensa campaña de repudio ante tal afirmación, debido a su especulación de que con la inserción dominicana entre los «Estados fallidos» de América Latina, junto a Haití, se intenta crear las condiciones para la intervención del país por parte de la comunidad internacional.

El Presidente Fernández fue categórico al señalar, aprovechando la presencia de delegados extranjeros en un foro sobre ética y corrupción auspiciado por el gobierno, que «se nos quiere vincular a Haití», Estado al que también se califica de «fallido», para advertir a la comunidad internacional que «no hay soluciones conjuntas de Haití y República Dominicana, porque se trata de realidades muy distintas».

La desmesura del Presidente Fernández no descansa en el carácter desvinculante de las soluciones a la problemática haitiana y dominicana, punto convergente de la comunidad nacional e internacional, sino en su percepción del momento y el escenario donde se divulgan los resultados de la investigación del «think tank» estadounidense, The Fund for Peace (Fondo para la Paz), y los objetivos que persigue.

Una intervención militar extranjera para unificar el territorio de la República Dominicana y Haití, y por ende, ambas naciones -que es el mensaje subyacente en el discurso de Fernández- no se avizora en el firmamento histórico de la isla Hispaniola a corto, mediano y largo plazos, aunque persiste desde hace muchos años una insistente propaganda aparentemente patriótica para repeler ese supuesto objetivo, que puede alcanzar ribetes genocidas similares a la matanza trujillista de 1937.

Una intervención militar encaminada a transgredir los supuestos axiológicos de las tradiciones nacionales, que violentamente entronizaría un proceso de hibridización y mestizaje con la población haitiana de significados, símbolos y prácticas culturalmente imprevisibles, es una empresa claramente inviable, no solamente en virtud de su improcedencia histórica, o la ausencia de las indispensables justificaciones geoestratégicas para ello, sino por el pandemonio que representaría en términos de convulsión social, daños humanos y materiales y como valor agregado a la inestabilidad política regional y a la propia seguridad de Estados Unidos en la zona.

A la comunidad internacional, léase Estados Unidos, Francia y Canadá, le conviene únicamente la preservación democrática y el encarrilamiento institucional definitivo del Estado haitiano. Su eventual destrucción total constituiría la vía expedita para desestabilizar la República Dominicana, y dudo rotundamente que tanto los comicios libres que se preparan en Haití y la inminencia del Tratado de Libre Comercio suscrito entre Estados Unidos, Centroamérica y la República Dominicana (DR-CAFTA, siglas en inglés), con todo su alcance e intensidad, puedan erigirse como testimonios de que se pretende la extinción de ambos estados, rompiendo las respectivas adscripciones a modalidades de identidad comunitaria tradicionalmente incompatibles en términos de etnicidad, religión, lengua, raza y territorialidad.

Crear las condiciones para una intervención unionista de la isla no es un juego de niños, ni tampoco depende de la voluntad omnímoda de la comunidad internacional. Se necesitaría un extraordinario concierto de voluntades en conflicto, donde la determinante sería la aparición de una crisis institucional de proporciones tan devastadoras que arrastre consigo nuestra condición de nación organizada en Estado libre e independiente, provista de un gobierno civil, republicano, democrático y representativo, piedra angular del régimen de derecho. Y ese es un fatal aporte histórico que el pueblo dominicano siempre se resistirá a cumplir.

Por el instante en que se origina la publicación de Foreign Policy —su ratificación en el Congreso norteamericano—, recalco que el alegado «estado fallido» dominicano debe asumirse como la última maniobra del lobbismo opositor al DR-CAFTA, que se ha levantado dentro de Estados Unidos procurando influenciar la decisión de la Cámara de Representantes, dada su trascendencia comercial global y geopolítica, razón suficiente para que el Presidente George W. Bush se convirtiera en su principal promotor.

Enzarzarse en una campaña internacional para desmentir dicha especie no augura grandes éxitos; solamente servirá para despertar al cuerpo diplomático de la somnolencia y el sopor profundo que lo embarga, dada la carencia de recursos humanos y económicos, así como argumentos convincentes. ¿Cómo justificar en el exterior, por ejemplo, la secular falta de energía eléctrica, la ausencia de un sistema de transporte colectivo o la manifiesta obstrucción del gobierno para que la justicia procese a los responsables de las fraudulentas quiebras bancarias y a sus favoritos depredadores del erario?

Admito que en el mundo moderno no podemos hacer nada sin el patriotismo, pero en lugar de propender el patrioterismo chauvinista, la xenofobia o la haitianofilia, el mejor camino que el Presidente Fernández puede trazarle a la nación consiste en fomentar la conciencia de que una democracia ciudadana sólo puede funcionar si la mayoría de sus miembros están convencidos de que su sociedad política es una empresa común de trascendencia considerable, y que la importancia de esta empresa es tan vital que están dispuestos a participar en todo lo posible para que siga funcionando como una democracia.

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