LA REVOLUCION DE ABRIL DE 1965
Vivencias, testimonios y reflexiones

LA REVOLUCION DE ABRIL DE 1965<BR data-src=https://hoy.com.do/wp-content/uploads/2006/04/A3936B26-357A-4AA2-A583-686DE73A6C05.jpeg?x22434 decoding=async data-eio-rwidth=418 data-eio-rheight=390><noscript><img
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POR CIRIACO LANDOLFI
Qué fue la Revolución de Abril de 1965? La respuesta será siempre la argucia de un interés banderizo o la elaboración gananciosa de gente al servicio de grupos económicos de ascenso vertiginoso en el horizonte del país de la época o, en fin, de naturaleza errática sin fundamento en la episódica abrileña todavía puesta en jaque por la ignorancia o la arbitrariedad interesada. O simplemente la respuesta con énfasis histórico se circunscribiría al atropello, uno más de la poderosa nación norteamericana.

Y ciertamente, fue un atropello pero cuidadosa y tenazmente buscado, diligenciado con pasmosa asiduidad por grupos sociales dominicanos que ignoraban que los beneficios de la democracia política recortan el saco sin fondo de privilegios arbitrarios a veces de larga vigencia, pero consolidan y proyectan hacia el porvenir la realidad del establecimiento social y económico y el usufructo sosegado de sus beneficiarios.

Esclarecer el mirador circunstante de la Revolución de Abril no es tarea inédita en nuestra sociedad.

Se ha escrito mucho en torno a su circunstancialidad y trayecto pero se ha regateado información clave en el desentrañamiento de su fenomenología histórica con raíz inequívoca en el golpe de estado del 25 de septiembre de 1963. Como testigo de excepción yo tengo vivencias que contar porque durante los siete meses del gobierno del Profesor Juan Bosch fue reportero del Listín Diario en el Palacio Nacional, a tiempo completo. Nunca percibí ninguna “anomalía” transgresora de los parámetros disponibles a la sazón en el Hemisferio en el contexto de la Guerra Fría entre los dos polos de la dominación mundial de entonces.

Antes de ofrecer algunos datos testimoniales debo aclarar que en modo alguno pretendo argüir protagonismo individual ni fundar, en el tema, verdades graníticas en la memoria histórica dominicana. Apenas voy a exponer algunas vivencias que a veces he recordado en programas televisivos y hoy traigo al seno de esta Academia con el propósito de enmarcar el tratamiento epistemológico de la Revolución de Abril en su realidad originaria: el crimen de esa constitucionalidad contra las urnas de diciembre de 1962 con la patada en el trasero dada al pueblo dominicano con el cuartelazo septembrino de 1963. Descarto, por supuesto, las nóminas de justos y villanos en los sucesos previos y posteriores al 25 de ese mes y año, y eso así porque me he propuesto audazmente desde mi ingreso a esta Academia una suerte de reingeniería historiológica de toda la memoria nacional en la cual se valore definitivamente la proceridad del colectivo social que fuimos, que puso la pasión y los muertos hasta llegar a hoy con identidad propia al concierto de la sociedad internacional, inadvertidamente difuminada en el follaje anomástico. En esa línea de pensamiento la Revolución de Abril fue la obra apasionada y tememaria de dominicanos y dominicanas abrazados a un ideal de libertad y autenticidad que nos viene asistiendo desde el umbral del siglo XVII, que no otra cosa fue la resistencia armada de los pueblos costeños de la Isla a las reducciones osorianas, imperiales, de 1605 y 1606.

Pues bien, voy a lo que recuerdo perfectamente. Doy testimonio de que el cuartelazo septembrino fue incubado meticulosamente en la opinión pública con premeditación, asechanza, alevosía y nocturnidad. Eso se sabe pero se ignora la manipulación interesada y aviesa de la información periodística en esos meses. Ví la construcción de fotomontajes en el cubículo de la diagramación del gran diario al que servía, en los cuáles se sumaban retazo de fotografías para dar dimensión de multitudes a las “manifestaciones cristianas” que realizaban con o sin devoción grupúsculos de “fanáticos” contra el gobierno constitucional. Quien realizaba esa misión era un distinguido caballero familiar y económicamente ligado a la empresa. Pensé entonces y sigo pensando que el director del Listín, don Rafael Herrera, era ajeno a la burda metamorfosis de la información gráfica de los famosos “mitines” antigubernamentales.

A don Rafael Herrera le inquietaba la situación política del país y en varias oportunidades me llamó a su oficina para decirme que yo no obtenía informaciones palaciegas, que qué ocurría con mi labor informativa. Hube de responderle con la verdad desnuda: que en el Palacio Nacional no ocurría nada anormal o simplemente noticioso que valiera reseña porque lo que se cacareaba por la radio y solía alcanzar la letra impresa en torno a que la sede del Gobierno vivía ocupada por una muchedumbre vociferante, era una mentira colosal. La misma respuesta una y otra vez al director del Listín.

No es el trance de inventariar mi asistencia cotidiana al Palacio Nacional durante los siete meses de la vida democrática del país de entonces, pero sí lo es puntualizar el empeño del Presidente Bosch en sensibilizar a los sectores poderosos de la nación en su cruzada contra la pobreza que él cifraba en la reforma agraria y en la construcción de las villas de la libertad. Ninguno de esos dos proyectos alcanzó maqueta de realización porque el atraso y la miopía de la sociedad dominicana después de treinta años de autoritarismo descarnado y resueltamente antidemocrático, eran desoladores. Jamás llegaremos a evaluar ese contratiempo al umbral del régimen dispuesto a tolerar el mercado de las ideas políticas en boga.

El aprovechamiento de becas en el exterior auspiciado por el gobierno constitucional se endosó perversamente a una supuesta vinculación comunista. Asimismo se interpretó torcidamente el interés del mandatario de encarnar en la nación que éramos entonces, el ideal de Juan Pablo Duarte, de independencia política plena, sin ataduras ominosas. Doy fe, en suma, de que los soportes argumentales del golpe septembrino fueron totalmente falsos, singularmente el más malicioso y corrosivo: la utilización del poder político para entronizar el comunismo en la República Dominicana.

Dos precisiones también testimoniales que me atañen en lo personal: yo no conocía personalmente al gran escritor victorioso en las urnas de 1962 – a quien conocí en el Palacio Nacional – y había votado por su contendor el doctor Viriato Fiallo Rodríguez; la otra, sólo recibí del Presidente Bosch una reprimenda la única vez que hablé con él en el Palacio, quizás merecida.

Sé perfectamente que carecen de importancia anecdótica estas precisiones pero me urge espiritualmente establecerlas, porque ni conocí personalmente a mi candidato ni hallé substancia renovadora en el proyecto político de la Unión Cívica, su partido. Voté por su figura emblemática que encarnaba la presencia nacional civilista contra la tiranía.

El Triunvirato 

La criatura gubernamental que deparó el golpe septembrino, fue el Triunvirato. La selección del licenciado Emilio de los Santos para presidirlo fue atinada en razón de sus innegables virtudes ciudadanas, pero su paso fugacísimo por el gobierno fue frustráneo. La represión criminal contra los abanderados de la constitucionalidad, en Las Manaclas, después de rendir sus armas, fue decisión ajena al presidente del triunvirato. La renuncia inmediata del Lic. de los Santos no tiene otra lectura. La muerte del doctor Manuel Aurelio Tavárez Justo y sus compañeros de gesta, descabezó de momento la utopía socialista en el país y enluteció a la juventud dominicana. A la trágica experiencia siguió una represión sañuda y sistemática. El exilio forzado o la cárcel redondearon el extraño experimento resueltamente dictatorial del triunvirato auspiciado por los sectores más retrógados de la sociedad dominicana con el auspicio imprescindible de la embajada norteamericana.

Una prueba del retroceso experimentado por la sociedad que éramos entonces, lo fue la prohibición oficial de vestir con los colores rojo y negro o de verde y negro, combinados. A esos excesos de gobernabilidad medieval se sumó la tardía comprobación del mal negocio de los poderes fáticos, económicos, comprometidos salvo excepciones señeras con la aventura golpista y el adefesio oficial creado. La merma, languidecimiento o extinción de algunas empresas de resultas de la liberalidad con que operaban unas cantinas exoneradas de impuestos con que se premió la lealtad de la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas, al triunvirato, restringió severamente la actividad comercial legítima.

En la composición del triunvirato participaron personalidades de trayectoria cívica sin máculas, pero la gobernación del país no estaba en sus manos y la población del país lo sabía y lo sentía, porque a pesar de que ningún jerarca militar figuraba en la nómina triunviral, ni figuró nunca, fueron los cuerpos armados los encargados de aplicar el autoritarismo destemplado del régimen de facto.

La persecución selectiva de dirigentes del partido desalojado del poder y de los partidos de izquierda revolucionaria empobreció totalmente el clima de convivencia ciudadana pretendido por el gobierno infructuosamente. El triunvirato devino en sólo dos figuras en su integración cupular y finalmente en una, el doctor Donal Read Cabral. A este distinguido ciudadano le tocó la encomienda de decirle al país en una rueda de prensa que ni Juan Bosch ni Joaquín Balaguer – los dos líderes políticos que a la sazón se repartían las preferencias ciudadanas – podían regresar al territorio dominicano a terciar en unas elecciones que sin fecha precisada normalizarían la vida institucional de la República. La conspiración contra la patología política que padecía la sociedad dominicana alcanzó entonces el cenit argumental decisivo.

Trasfondo militar de la Revolución de Abril

Se ha dado por sentado la unanimidad de las Fuerzas Armadas en el cuartelazo del 25 de septiembre de 1963 con la excepción del grupo de oficiales jóvenes inspirados por los coroneles Rafael Tomás Fernández Domínguez y Hernando Ramírez, quienes llegaron a formalizar en secreto la resistencia castrense a la eventualidad golpista.

Tengo testimonio personal que no tengo derecho a guardar en esta ocasión que amplía ese recuadro de la génesis militar del proceso abrileño finalmente revolucionario, obtenido en mis días de reportero del Listín en el Palacio Nacional.

Días antes del funesto 25 de septiembre de 1963 el reportero de El Caribe – fallecido hace unos años – y yo nos topamos con el mayor general Víctor Elby Viñas Román, Secretario de Estado de las Fuerzas Armadas, quien salía visiblemente irritado del despacho presidencial con un expediente en la mano que agitó ante nosotros diciéndonos estas o parecidas palabras: “al Presidente lo van a tumbar, no ha querido firmar el decreto destituyendo al coronel Elías Wessin, director del CEFA y cabecilla de un golpe militar contra su gobierno”. El jefe ministerial castrense no esperó nuestra reacción y siguió su camino con pasos rápidos, marciales. Esa actitud, por supuesto, no exonera al general Viñas Román de responsabilidad en el atropello a la institucionalidad democrática, pero esclarece la atmósfera recelosa en el estamento militar atado, desde la visita del profesor Bosch, ya electo, a Washington, cuando el secretario de defensa, MacNamara, le pidió no mover los altos mandos militares sin consulta previa con el Pentágono, “porque a ellos se debía el logro de la democracia en la República Dominicana”.

De otra parte, no era secreto para nadie que entonces y desde la constitución del Consejo de Estado y probablemente desde la muerte de Trujillo, existían grupos de militares de alto rango que respondían a sus propios intereses de escalafón y primacía, siendo el “clan de San Cristóbal” el de mayor notoriedad.

Después del 25 de  septiembre de 1963

Asistí como era mi deber y hábito diario al Palacio Nacional el 26 de septiembre; el día anterior no me permitieron la entrada a la sede del gobierno. Pude conversar brevemente con el héroe nacional y general Antonio Imbert Barreras, a quien no conocía personalmente ni había visto en el Palacio con anterioridad. Nada substancial conversamos el notable personaje y yo. Sí recibí íntimamente regocijado un derroche de las singulares cortesía y gentileza del sobreviviente de la gesta del 30 de mayo de 1961. Supe ese día que el también héroe de la Gesta y general Luis Amiama Tió estaba en Palacio. La presencia de estos dos hombres claves en la decapitación de la tiranía, en esos momentos, tiene una significación histórica todavía inédita.

Menos de una semana permanecí en el destino palaciego. Fui enviado a lo que a la sazón era un exilio doméstico intermitente, el aeropuerto de las Américas y luego despedido del decano de la prensa vernácula por no servir -supongo- como correo entusiasta de chismes de viajeros vinculados a la nueva situación política del país. El revés profesional no anubló mi entendimiento y seguí pensando que don Rafael sufrió amargamente la ruina del orden constitucional de la que no estaban lejos sus amigos y patrones. Con ese fin de protagonismos circunstancial e intranscendente no se agotó mi interés por la gravísima neuralgia por la que atravesábamos.

La cuestión del mando de las Fuerzas Armadas tras el golpe de estado merece un comentario; me refiero al mando real, decisorio, efectivo, porque el secretario del ramo se quedó en el puesto así como el ministerio castrense permaneció en el Palacio, pero el poder castrense fue a parar a la base aérea de San Isidro, a las manos del coronel Wessin, quien no obstante su principalía indiscutible no varió su transcurrir discreto, sencillo, ni su hábito de hacer pequeños favores a sus subordinados. Se dijo entonces y se comprobó a raíz del 24 de abril que este alto oficial era el hombre fuerte del Pentágono en el país. Para la perspectiva histórica la creación del triunvirato con un polo de poder castrense incontrastable cuyo titular es apenas ascendido a general, plantea un horizonte especulativo de episódica curiosísima aun no dilucidada: la fragmentación en las apariencias del protagonismo cívico-militar, una hipótesis de lógica elemental. Ciertamente, mueve a reflexión cuando menos el hecho de que el cuartel fuera orillado en el trance de crear un gobierno sin cara militar.

¿Cuál imperativo categórico intervino antes o en el curso de la madrugada del 25 de septiembre de 1963 para darle fisonomía exclusivamente civil al gobierno usurpador? Se dijo entonces a la sordina que el adefesio era el término del laborantismo del embajador norteamericano en el país, un personajillo liberal del equipo demócrata de la Casa Blanca. Sin duda alguna fue decisiva -sino la precursora- la misión diplomática norteamericana en el golpe militar, pero ¿la receta “civilista” vino por ese cause o fue el término de un equilibrio precario en el estamento militar el recurso de una junta gubernamental con apellido sacado del reservorio histórico dominicano, de pobrísima memoria? No luce convincente que ese nombre lo sugiriera el jefe de la misión norteamericana con vistas a la historia de Roma.

El contragolpe constitucionalista frustrado

Historiar documentalmente la Revolución de Abril es un tema pendiente en la memoria nacional a pesar de las muchas y notables aportaciones  testimoniales que  han engrosado su caudal que incluye, desafortunadamente, rebatiñas de proceridad. Que recuerde nadie ha establecido en términos monográficos que el fenómeno revolucionario abrileño fue la obra puntual de una intervención precipitada de la Organización de Estados Américanos acorazada con 42.000 marines norteamercianos y representaciones simbólicas de otras naciones del continente con la excepción de las tropas expedicionarias brasileñas con más de mil efectivos militares y el comando segundón de la marea invasora.

Fue un error político de Washington asignar más de mil marines por cada uno de los reales y/o supuestos comunistas que defendían la dignidad nacional. La información oficial nortamericana era radiodifundida insistentemente con una coletilla ajena a la verdad que yo conozco y viví porque ubicaba el sitio de reunión de esos treinta y tantos comunistas en casa contigua, paredaña, a la de mis padres donde yo residía, en la calle Santomé, frente al hospital Padre Billini, adonde vivía y aún vive la familia Pichardo Vicioso. Doy testimonio de que asistí una que otra vez a conversatorios inflamados de ardor patrio en la casa de mis vecinos, sin connotación ideológica alguna. Sólo una noche conversé con Asdrúbal Domínguez – joven ilustre de brillante trayectoria universitaria y miembro dirigente del PSP-, a quien entonces conocí, un contertulio más sin afán proselitista y sí entusiasta valedor de la resistencia armada contra las descomunales fuerzas invasoras.

Por supuesto estoy hablando de cuando ya encarnaba el proceso revolucionario tras el fracaso del contragolpe constitucionalista cuya urdimbre era de dominio público desde enero de 1965 con fecha pospuesta desde el día 6 de ese mes, la fijada para su cristalización. Ya no era secreto para nadie la conjura legitimista ni el entusiasmo popular por el retorno a la constitucionalidad perdida y el del titular del poder político truncado, el Presidente Bosch. Sólo los implicados en la trama conocían las razones del retraso conocidas después del 24 de abril: los hilos de la concertación de los mandos militares comprometidos en la acción reinvidicadora de la voluntad ciudadana se habían enredado. La unanimidad prevista se había ido del seguro con la arenga política del 24, la fecha histórica del comienzo a deshora del movimiento castrense.

La movilización de los tanques de guerra del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas (CEFA) para atajar el entusiasmo popular desatado a favor de la constitucionalidad sin elecciones convenció a los incrédulos de la truculencia del 25 de septiembre de 1963, de la auténtica procedencia y factura del cuartelazo retardatario. Con esto quiero decir que la invasión norteamericana con pantalla hemisférica de 1965 fue el remate del golpe militar de 1963 con el convencimiento del poder tutelar hemisférico del nacionalismo reinante en las Fuerzas Armadas dominicanas y, además, de que la causa constitucionalistas tenía en los cuerpos castrenses amplías simpatías y adherencias.

En ese mirador todavía hoy ignoramos la influencia que ejerció el Presidente Bosch en el ánimo de los jefes militares dominicanos con quienes se reunía tres veces a la semana en el tercer piso del Palacio Nacional, de noche y a puertas cerradas. Jamás obtuvimos una declaración de alguno de ellos al término de esas reuniones. Que sepa o recuerde el mandatario y brillante escritor nunca se refirió en sus innumerables trabajos posteriores a sus plásticas nocturnas con los oficiales superiores que dirigían el Ejército Nacional, la Fuerza Aérea, la Marina de Guerra y la Policía Nacional. Ni se tiene testimonio de aquellos contertulios del Jefe del Estado. Una noche el reportero de El Caribe y yo nos propusimos asediar al titular del ministerio, el general Viñas Román, cuando regresaba a su despacho palaciego. Al llegar a la puerta de su oficina paró en seco y visiblemente molesto nos dijo lo de siempre: no tengo nada que decir. Aquel hombre era educado y cortés y a mi observación de que nunca nos habían invitado a pasar al recinto de su jefatura, nos franqué la puerta y de pie nos dijo que el Presidente les daba clases de historia y geografía nacionales, advirtiéndonos que la información tenía carácter reservado y que no quería verla al otro día en los diarios. Le informé con pelos y señales al director del Listín lo que había ocurrido con el general Viñas Román. Sin dudas para mí era una noticia después de meses de hermetismo. No recuerdo haberla leído al otro día en el Listín.

Dos acontecimientos de rango histórico decidieron el curso de los acontecimientos abrileños: la derrota de los tanques del CEFA en el puente Duarte y la toma a sangre y fuego de la fortaleza Ozama, en manos de la Policía Nacional, con ardorosa y heroica decisión popular. Fue el fracaso de las fuerzas represivas y el germen del pánico imperial. Ya el movimiento militar constitucionalista había perdido su intención incruenta y sus propósitos institucionalistas navegaban por la incertidumbre. Sin embargo, se hicieron esfuerzos por detener el trágico curso de los acontecimientos. El 27 de abril me fue a buscar a mi casa el Ing. Enriquillo del Rosario Ceballos por instrucciones del Lic. Máximo Lovatón quien fungía de encargado de las relaciones exteriores para que juntos visitáramos al decano del Cuerpo Diplomático que a la sazón lo era, en ausencia del Nuncio Papal, el embajador de Colombia. Asistimos a la sede diplomática y allí encontramos a un hombre muy nervioso, asustadizo, que nos dijo tan pronto se enteró de nuestra encomienda “su causa está perdida, ya vienen de camino las tropas norteamericanas”. Gentilmente nos ofreció asilo diplomático que yo cortésmente rehusé y Enriquillo aceptó.

“La guerra fraticida” que se argumentó para el atropello de la invasión armada apenas duró tres días y fue un versus de la libertad contra la opresión, clara e inequívocamente justificado en la Carta Constitutiva de la Organización de las Naciones Unidas. A partir del 28 la contienda tomó el giro de resistencia armada contra las fuerzas invasoras. En tal sentido el Movimiento Constitucionalista llamó Guerra Patria a su denodado empeño de resistencia con plena, justa y absoluta propiedad. Rápidamente el Gobierno constitucional constituido conforme a la Ley Constitucional de 1963 rigurosamente observada, organizó la defensa del casco colonial de la ciudad de Santo Domingo, cercado, y la sociedad civil de intramuros casi en su totalidad circunstante incorporó su quehacer cotidiano a la lucha bélica.

Jamás será ponderado en su real dimensión el papel protagónico descollante de la mujer dominicana en el trance desbordando la faena hogareña para incorporarse a tareas de peligrosidad e incluso empuñando las armas en los comandos.

El coronel Caamaño: un hombre del sistema

Sólo una vez conversé con el Presidente Caamaño -quien renunció, dicho sea de pasada, al uniforme militar al juramentarse como jefe de Estado- en ocasión de una cena que le ofreció doña Rosa Gilda Sangiovani en su residencia situada en la calle 19 de Marzo. Fui convidado para que lo conociera y conversara con él. Como no me correspondía silla de comensal la anfitriona colocó dos mecedoras en la sala de su apartamento que ocupamos el Presidente y yo. En realidad, no fue una conversación la que sostuvimos; lo oí hablar pausadamente con absoluta seguridad. Fue una larga respuesta a una sola pregunta: ¿de dónde sacan los americanos el sanbenito de comunista que le endilgan?

El prócer me habló del absurdo, la gran mentira del calificativo, de su adiestramiento en una academia policial norteamericana, de su adoctrinamiento en el respeto a la ley, la preservación y defensa de los derechos ciudadanos y, en fin, de su conducta militar al servicio del orden y la paz. No quise interrumpir al hombre que en la coyuntura nacional encarnaba la más alta cifra de la dominicanidad indignada y me reservé algunas preguntas que me acudían a la mente. Doy cuenta de una de esas interrogaciones que no llegué a formularle. La mesa estaba puesta y la dueña de casa lo invitó a disfrutarla.

Días antes del encuentro con el Presidente Caamaño había visitado al doctor Marcio Mejía Ricart en su residencia de la calle José Reyes. Ese brillante ciudadano ido a destiempo venía siendo amigo estimado desde las fechas de su bachillerato cuando fui su maestro apenas unos años mayor que él. De dotes geniales y sólido posesionamiento cultural, la conversación con el travieso economista fue temáticamente rica. Me ilustró en torno a la incomprensión del fenómeno revolucionario dominicano en el exterior con un pasaje de su vida personal recentino: el fundamento de la petición de divorcio de su esposa que lo era entonces una dama suiza con la que había procreado familia estante a la sazón en su patria natal. A su reclamo de que retornara a la República Dominicana la esposa le respondió que no comprendía que él, Marcio, fuera un seguidor vehemente del Coronel Caamaño quien lo había perseguido y hecho preso por ser valedor de las libertades públicas y las ideas progresistas, que no entendía la idiosincrasia dominicana y que estaba segura de que no la entendería jamás. Que era irrevocable su determinación.

Ese fue el meollo de una pregunta que no llegué a formularle al prócer de abril. ¿Cómo había logrado el total y unánime acatamiento de los grupos revolucionarios a los cuales había perseguido en el cumplimiento de su deber? Siguiendo la línea de razonamiento de la esposa del amigo Marcio hay que suponer extrañeza fuera y dentro del país dominicano por la magnitud del liderazgo de quien había sido persecutor policial de máxima jerarquía de la izquierda revolucionaria cuyos integrantes sabían perfectamente que el Coronel Caamaño no tenía preparación ni vocación socialista, las que alcanzó a tener en su exilio forzado europeo y cubano; liderazgo ocasional circunscrito a una causa nacional, que no ideológica, como trágica y dolorosamente se comprobó con la experiencia de su desembarco en playa Caracoles en 1973.

La mano segura del Coronel Caamaño y su lealtad al sistema ínsitos en el tradicional autoritarismo dominicano no tenían reparos cuando asumió la jefatura del Movimiento Constitucionalista a requerimiento de sus compañeros de armas. O cuando recibió el espaldarazo del Congreso Nacional para asumir la investidura presidencial vacante. Eso lo sabía perfectamente el poder hemisférico tutelar. Esa razón incontrovertible lleva a pensar necesariamente que la intervención armada fue un hito sobresaliente de arrogancia metropolitana o torpeza cautelar. La episódica previa al desencadenamiento de los hechos realmente revolucionarios avalan esa opinión, singularmente la visita a la embajada norteamericana más que frustrante, hiriente, cuando el Coronel Caamaño, actor y mensajero de la institucionalidad democrática, fue despachado a cajas destempladas. Acto que el tonto o despistado titular de la misión debió asumir como tributo vasallático de pleitesía, como reconocimiento inequívoco de la influencia decisiva de la poderosa nación en la sociedad dominicana.

La Revolución de Abril  y su contraparte

Se ha argumentado que la creación de la Fuerza Interamericana de Paz se urdió en un santiamén para detener la “guerra fraticida”. También se dijo y se repite con cierta verisimilitud que la invasión multinacional del 1965 se debió al temor de que la República Dominicana se convirtiera en un estado socialista, en otra Cuba. Probablemente esa hipótesis no carezca de cierto fundamento porque se calculaba en la mitad de la riqueza nacional activa en propiedad socilizada legalmente a raíz del ajusticiamiento de Trujillo, estatizados el enorme patrimonio del Jefe y el de su familia. Eran inmensas las heredades rurales y la infraestructura fabril y comercial de esa familia y sus allegados más íntimos.

Ningún Estado más rico en todo el continente después del cubano, que el dominicano. Curiosamente, el gobierno del Presidente Caamaño no sólo no tocó la propiedad privada e hizo respetar la pública, sino que fue drástico en castigar a quienes osaron transgredir esa normativa. La necesidad de habituallamiento de todo género llevó al régimen constitucional a tomar a crédito bienes y servicios que eran registrados en un sistema de vales que al fin de la guerra fueron honrados por la OEA. Si quisiéramos asumir la especulación de que con esa conducta la OEA reconoció la razón y justicia del Movimiento Constitucionalista, quizás no andaríamos lejos de una rectificación de su temerario e inmaduro proceder intervencionista.

En el bando opositor encarnó la continuidad del gobierno de facto septembrino con otro nombre y otros incumbentes, llamado ahora de Reconstrucción Nacional y presidido por el héroe nacional y general Antonio Imbert Barreras, de papel mojado en todo el trayecto de las hostilidades bélicas. Las cosas fueron fundamentalmente diferentes del otro lado de la frontera trazada por los invasores a los bordes de la resistencia urbana. Un día corrió el rumor en la zona constitucionalista de que un distinguido miembro de esa junta de gobierno se había presentado fuertemente escoltado al Banco Central con el propósito de sacar de sus bóvedas la riqueza dineraria acumulada. Por fortuna, se dijo, la rectitud y templanza de la seguridad bancaria impidió el desmán. Entonces ni después se confirmó la especie públicamente. Muchos años más tarde me contó la ocurrencia uno de los testigos presenciales del deshonroso episodio. La Revolución de Abril fue noticia cotidiana en la prensa mundial. Fue tema recurrente la hazañosidad increíble

de los constitucionalistas. Una guerra insólita para la comprensión de analistas y estudiosos de la realidad internacional epocal. No se entendía, no se podía entender, que un puñado de comunistas hubiera detenido la maquinaria bélica de una de las dos naciones más poderosas de la Tierra. En todas partes del planeta se urgía por la paz en Santo Domingo, singularmente en el país dominicano que ya no resistía más el ensayo crudelísimo de la primera guerra preventiva convertida en los días que corren en el evangelio estratégico de la hegemonía planetaria de los Estados Unidos. Las negociaciones hacia la paz se abrieron camino definitivo luego de una embestida de las fuerzas de ocupación frustrada por la determinación granítica de los constitucionalistas durante tres días trágicos del mes de junio.

Ningún argumento lúcido podía argüirse contra el Gobierno Constitucional hospedado en el edificio Copello de la calle El Conde, sede del régimen revolucionario que había ajustado todas sus ejecutorias a la normativa legal dominicana y al Derecho Internacional en el cual está consagrado, desde siempre, la legítima defensa del espacio nacional. Ningún retorcimiento podía endilgarse a los Comandos que en el suelo propio defendían con arrojo ejemplar la dignidad nacional, obstinadamente enfrentados a la violencia del poder hemisférico desprovisto de razones jurídicas válidas para la intervención armada. No puedo dar testimonio del proceso negociador que fue arduo y acidulado y victorioso porque el patriotismo intransigente logró cristalizar una paz entre iguales para la formalidad jurídica internacional, con el todopoderoso poder extranjero, sin la presencia del “Gobierno” de Reconstrucción Nacional.

Algunas reflexiones

La Revolución de Abril bajo ninguna consideración fue el propósito de los jóvenes oficiales, clases y soldados que abrazaron la causa de la institucionalidad democrática lograda en las urnas de 1962. Pienso que para la historia es verdad incontrovertible la organicidad del pensamiento rector del Movimiento Constitucionalista sin mesianismo castrense ni abanderamiento faccioso: procuró en su gestación el retorno a la constitucionalidad perdida, pura, simple y llanamente.

La realidad desbordó el supuesto clave del contragolpe planeado. Desafortunadamente, el laborantismo político sembró la cizaña entre los conjurados de las vísperas abrileñas. El general retirado Hernando Ramírez ha dicho en repetidas ocasiones que las Fuerzas Armadas estaban comprometidas en la acción proyectada con las excepciones de las bases aéreas de Barahona y San Isidro de la Fuerza Aérea y, naturalmente, el CEFA, el motor castrense del golpe de estado del 25 de septiembre de 1963. Nadie ha desmentido a ese distinguido militar que fuera articulador incansable del Movimiento Constitucionalista.

Fueron varias las fechas que se fijaron y abandonaron a partir del 6 de enero de 1965 y justa, precisamente el 24 de abril no fue una de ellas, la históricamente consagrada. No tengo elementos de juicio para evaluar la precipitación ese día de la ocurrencia consagradora. Lo definitivamente sentado es que el proyecto de contragolpe incruento restaurador de la voluntad popular como nunca antes legitimada en los comicios de 1962, devino en el alzamiento de un cuartel, el regocijo universal del pueblo dominicano y en la heroicidad escalofriante de ciudadanos, jovencísimos en su inmensa mayoría, voluntarios de la empresa finalmente revolucionaria.

¿Dentro del escenario de la Guerra Patria pudo el Gobierno Constitucionalista realizar un proceso revolucionario fuera de prescindir de la fuerza armada convencional en la batalla de la resistencia a la invasión asumiendo los Comandos creados en un santiamén por propia decisión de sus integrantes con resuelta pasión anti-imperialista, como la suya, a los que debía su presencia y protagonismo? ¿Fue la guerra de abril una auténtica revolución? ¿Que de la gestión denodada de ese Gobierno de irrefrenable patriotismo puede entrar en la órbita fría de las valoraciones convencionales? ¿Se transformó in situ la pirámide social dominicana o se modificó institucionalmente el estatuto legal de la propiedad? Se podrá argüir con fundamento incontestable que no tuvo tiempo, ni espacio ni condiciones para realizar modificación alguna al organigrama estructural de la sociedad dominicana, que fue a lo sumo un episodio defensivo desesperado de la soberanía nacional y nadie con juicio claro y corazón dominicano podría negarle lauros ni sitial preeminente en la memoria nacional.

¿Volver a la posición anterior al 25 de septiembre del 1963 representó un nuevo mirador político a la sociedad dominicana? No lo creo. Es más, bien entendido el Movimiento Constitucionalista éste estuvo inspirado o se inscribe en la mentalidad conservadora. Fue para la asepsia histórica un gesto conservador que buscaba restablecer el orden democrático establecido por el Consejo de Estado con algunas limitaciones y afianzado por el Presidente Bosch durante su breve jefatura constitucional. Desmontar la aventura-adefesio del triunvirato equivalía a asegurar una conquista ya lograda.

Conferencia dictada por el doctor Ciriaco Landolfi, miembro de número de la Academia Dominicana de la Historia.

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