La mayor isla adyacente de República Dominicana, de solo 110 kilómetros cuadrados, ha ingresado a los peligros de atraer visitantes que antes eran pocos y transitorios y pasan ahora a lo masivo y prolongado a partir de una artificialidad de hospederías que surgen de la noche a la mañana y que comienzan a roer los dones de la naturaleza. Una incursión improvisada en busca de lucros que no parece precedida de estudios de factibilidad que garanticen que aquel paraíso no sea arrasado por excesos habitacionales que incentiven una presencia humana que sobrepasaría la densidad por metro cuadrado que corresponde por mandatos ecológicos que procuran un equilibrio con la flora y la fauna mayormente marina. Terruño que es parte de una zona protegida más grande y única en el Este del país. A simple vista, el suelo y subsuelo de una geografía tan limitada se aproximarían al desastre sin una infraestructura para el tratamiento para disposición final de la escasa reserva de agua dulce que allí cabe y que ya recibe el embate directo de consumos y generación de desechos.
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Sin un desarrollo planificado y de infranqueables racionalidades, el turismo excesivo erosionaría las bondades que han hecho de la Saona un destino vacacionista de mala repercusión porque desde ya arrincona a sus habitantes originales y los despoja de derechos. Un irreductible ejercicio de autoridad debe cruzar desde tierra firme y mientras más pronto, mejor. Que nadie llegue allí desde fuera a querer repetir la conquista del Oeste.