La Sinfónica 65 años después

La Sinfónica 65 años después

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Sesentaicinco años después de la fundación, mejor dicho de la oficialización de la Orquesta Sinfónica por Trujillo, el plácido mes de agosto de 1941 (la Sinfónica existía desde 1932, integrada por un grupo de amantes de la música bajo el liderazgo gentil del maestro Cándido Castellanos, agrupación denominada Orquesta Sinfónica de Santo Domingo), sesentaicinco años después, repito, la Orquesta Sinfónica Nacional, que es estatal, aunque crecida (mayormente tras la disposición del Presidente Jorge Blanco en los años ochenta, autorizándome para contratar en Europa los refuerzos necesarios, que pude encontrar en Yugoeslavia), esta Sinfónica, digna de mayor atención, carece de Director Titular, carece de local para ensayos y del respeto que merece. No se trata de una desidia nueva. Tal quebranto institucional viene haciendo cabriolas de gobierno en gobierno, alentándose sólo transitoriamente como resultado de vigorosas intervenciones financieras como las que logró el grupo “Sinfonía”, en primerísimo lugar.

Han de reconocerse los elementos nuevos en la situación actual que, reitero, no es obra de los últimos gobiernos dominicanos, ni tiene que ver con la superestructura política. No obstante, en tiempos anteriores, la Sinfónica siempre tuvo Director Oficial y contó con estables locales de ensayo.

Cuando fui nombrado “violín segundo” en 1945, la Sinfónica ensayaba en una espaciosa sala (no escenario) en la calle Arzobispo Nouel, luego disponía del amplio segundo piso de la antigua casa de Lilís (Luperón esquina Duarte), más tarde en la Sala de Audiencias de lo que es hoy Museo de las Casas Reales, y desde la inauguración del espléndido Palacio de Bellas Artes en mayo de 1956, su sede era el añorado Auditorium que tuve el honor de inaugurar como solista interpretando el Concierto de Beethoven para violín y orquesta.

¡Qué magnífica y cogedora sala!

Desde que la corrupción entró para “hacer remodelaciones”, la fastidiaron. Y en tales procesos convirtieron el Palacio en una anticipación de la ruina que precede la ruina final, hasta el punto de que no me acerco al que fuera magno edificio para que el alma no se me oprima. Ese edificio neoclásico, con jardines acordes a su estilo sobrio, imponente y elegante, con un mobiliario de gran valor y cuajado de magníficas reproducciones de grandes obras de arte, como la excelente reproducción de la Venus de Canova que muestra el Palazzo Pitti, la Diana Cazadora que exhibe el Louvre el París, o la Venus de Médici, cuyo original se admira en la Galería degli Ufizzi, en Florencia.

Esos eran elementos de los cuidados jardines, en los cuales, en penumbras tempranas del atardecer hice inolvidables fotos a Héctor Incháustegui Cabral con una sola copia. El rehusó desprenderse de ninguna, pensando que no era posible que yo no hubiese guardado tales negativos. Olvidaba él que soy hijo de mi padre, que despojaba de importancia todo lo ya terminado.

Yo sé que vivimos tiempos difíciles, de valores confusos. Cuando he escuchado al formidable cellista Yo-Yo Ma, interpretando arreglos para cello de canciones bastante mediocres o tantas, pero populares, me arropa la tristeza de que tanto esfuerzo para adentrarse en las grandes expresiones sonoras, tanto análisis, tanto estudio y trabajo para crear un sonido, hayan tenido que someterse al servicio del interés comercial. De lo que quieren las multitudes…atrasadas. Incultas.

Hay quienes preferimos trabajar en otra cosa, que rebajar la magia del arte al cual dedicamos incontables horas, amor y respeto.

Cada cual, como es.

Pero una cosa es la persona y otra las instituciones.

Hay que respetarlas cuando merecen respeto, como una Sinfónica.

Acabado de llegar a Cleveland, Ohio, para una audición con el genial director de la Cleveland Orchestra, Georg Szell, al abordar un taxi, se me aguaron los ojos al ver un “sticker”, un rótulo engomado que decía: “Cleveland: Orgulloso Hogar de la Cleveland Orchestra”.

Y pensé en nuestro país.

Respetemos lo valioso que tenemos.

Finalizaré con una anécdota fielmente histórica.

En años tempranos de los cuarenta, cuando Enrique Casal Chapí era el primer Director de la recién oficializada Sinfónica, a un incensador lisonjero del Generalísimo se le ocurrió que la Sinfónica “amenizara” con música de fondo una importante recepción que tendría lugar en el yate “Ramfis”.

Recibida la comunicación, Casal Chapí repuso de inmediato con su negativa.

“Excelentísimos señores: la Orquesta Sinfónica no es para amenizar fiestas”.

Trujillo entendió y aceptó.

En el periódico La Nación (2, noviembre, 1941) fue publicado un Editorial reproducido en la admirable obra de Arístides Incháustegui y Blanca Delgado Malagón, profusamente ilustrada en dos tomos de más de quinientas páginas, patrocinados por el Banco de Reservas bajo la Administración de Roberto Saladín y que constituye un documento invaluable de la vida musical dominicana. Allí leemos: “Ciudad Trujillo tiene ya, con el nombre de Orquesta Sinfónica Nacional, un conjunto artístico de que justamente podría ufanarse”.

Eso era en 1941.

Hace 65 años.

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