La «sociedad de la azotea», una forma de combatir la crisis de vivienda en El Cairo

La «sociedad de la azotea», una forma de combatir la crisis de vivienda en El Cairo

EL CAIRO. AFP. Al fondo de un oscuro corredor al que se llega con un viejo ascensor de madera se abre un laberinto de escaleras de hierro a cielo abierto: en las azoteas de los barrios históricos de El Cairo se crearon pequeños mundos paralelos. 

En una azotea desde la que se domina la emblemática plaza Tahrir se fue constituyendo una pequeña comunidad de vecinos para quienes alojarse a precios corrientes en esta superpoblada ciudad de más de 18 millones de habitantes era imposible.

La familia de Shukri Mahmud recibe en un espacioso salón de paredes verdes. En el techo destacan las aspas de un viejo ventilador; los muros están decorados con versos coránicos y un póster con la imagen de La Meca. En uno de los tabiques, una ventana da a una exigua cocina donde su esposa Sayyida prepara el almuerzo para sus dos hijos adolescentes.

«Nací aquí, crecí aquí y me casé aquí», afirma el jefe de familia, quien evoca con nostalgia las generaciones de vecinos que ha visto desfilar en su edificio, egipcios, por supuesto, pero también griegos y británicos. Con el tiempo, ha ido integrando todos los servicios a su hogar: «Todos los meses pago un alquiler, electricidad, agua y teléfono», detalla.

Esta «verticalización de la vivienda» es una «respuesta a la crisis de alojamiento y a la falta de compromiso por parte del Estado», analiza Roman Stadnicki, responsable del Polo Ciudad y Desarrollo Sostenible del Centro de Documentación Económica, Jurídica y Social (CEDEJ) de El Cairo. El responsable subraya la falta de políticas públicas. «Lo informal se ha convertido en una norma urbana y urbanística en Egipto: 65% del espacio urbanizado del Gran Cairo es fruto de lo informal», afirma.

Esas viviendas se erigen sobre suntuosos edificios al mejor estilo parisino de fines del siglo XIX. Esta «sociedad de la azotea» es descrita por Ala el Aswany en su best-seller «El edificio Yacubian». El novelista cairota recrea «las voces, los gritos, risas, ataques de tos (…) El olor del agua caliente cuando está por hervir, del té, el café, el carbón, y el moasel (tabaco) de los narguilés (pipas de agua)».

Sayyida se fue a vivir junto a su marido al casarse hace 30 años y no prevén mudarse. «Aquí todos nos conocemos, nos entendemos, no podría acostumbrarme a nuevos vecinos en un barrio que no conozco», afirma el hombre, de 55 años. Además, aclara, «los únicos apartamentos baratos están lejos», a unos 30 kilómetros del centro, donde Shukri trabaja. Y si se mudara allí tendría que gastar un cuarto de su salario en transporte.

«Las nuevas ciudades construidas en el desierto para hacer frente a la explosión demográfica de El Cairo, que pasó de ser una capital mediana en los años sesenta a una megalópolis, están consideradas como un fracaso», advierte Stadnicki.   La congestión humana y la especulación inmobiliaria han provocado una auténtica paradoja: mientras muchos recurren a soluciones más que imaginativas, viviendo en las azoteas e inclusive en cementerios, entre el 30% y el 40% de las viviendas están desocupadas.

A unos metros del apartamento de Shukri, tras dejar atrás enormes antenas parabólicas y el cubículo del motor y las poleas del ascensor, se llega a otra vivienda con puerta de madera. Allí residen Gamal Hashem y su hermano Mahmud, dos sesentones instalados allí desde la adolescencia, cuando a su padre, entonces conserje del edificio, se le atribuyó una parte de la azotea.

Gamal se ocupó rápidamente de acondicionar el espacio. «Todo esto lo construí yo mismo», destaca, señalando los tabiques de madera contrachapada pintados de blanco, con tubos de neón (tubolux) adosados para la iluminación.

Hace un recorrido de la casa: cuatro habitaciones, una de ellas con balcón, una cocina espartana y un pequeño salón en el que destacan una computadora y un televisor.

Mientras miran un partido de fútbol, Gamal, con un pasamontañas azul cubriéndole la cabeza, y su hermano se frotan las manos para recalentarse y beben un té hirviente. El techo, también de madera, está semipodrido por la humedad. En el suelo, la lluvia ha dejado pequeños charcos. En uno de los dormitorios, sus pertenencias más preciadas, como los libros y sus documentos, así como la ropa, están dispuestas sobre una cama y cubiertas con una tela impermeable.

Pero, aún así, los hermanos siguen aferrados a su vivienda. «Cada vez que llega un nuevo propietario al edificio intenta echarnos. Pero, ¿dónde vamos a meternos? (…) La gente que hemos encontrado aquí y nuestras relaciones valen más que todo el dinero del mundo», dice Gamal, a modo de despedida.

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