La soledad de París

La soledad de París

Me encantan las conversaciones espontáneas, incluso con extraños, porque aprendí con Rafael que “todo encuentro casual es una cita”.

PARÍS, 1996
Tu sombra es una calma torturada. Un cuerpo que palpita
goteante, todavía. Tu sombra es tu ciudad y el llanto en que se torna,
la fiebre de sus puentes como aspas cinceladas, sus puentes de
clamor o arista enloquecida; los puentes con su historia de
cuerpos que se abrazan y líquenes furiosos, de manos
que soportan un mundo de miseria, con un fuego de siglos y amor
desesperado.

Tú vienes del olvido como un recuerdo ciego, y estás aquí, entreabiertos
nosotros, germen de ese cauce que cruza ya las bocas y trae su
resonancia de máscaras o estío, tu tierno abecedario de sueños
improbables y noche sorprendida, y pecho que se colma.

Tu sombra es una turbia melodía. De súbito racimos de agua
helada se incendian sordamente, la pálida caricia de unos dedos
otoñan los tinteros profanados, las ramas de esta tarde que se
dora, mi voz que entró en un rostro como una piel dormida, en luz de
tanto olvido cuando arden las acequias, los muros de tu mano.

De aquel invierno frágil, por ejemplo, de aquel viejo rincón de
esencias anilladas tan sólo quedarán los arcos de su pulso, la
bóveda estallante del abrazo, su música angular, el té de la agonía,
la gárgola que inciensa el sílex de los nombres;
de aquel invierno tuyo, por ejemplo, tan sólo un manifiesto
compartido, acaso unas cenizas de noche o de mirada.

Poema de Antonio Lucas incluido en Fuera de sitio. Poesía (1995-2015).

La primera vez que fui a París fue en 1981. Llevaba una maleta con ropa de joven ejecutiva, que nunca pude utilizar, y un baúl lleno de preguntas, ilusiones, sueños y fantasías. Era una joven mujer de 26 años que no tenía muchas experiencias de viajes. Tuve que aprender incluso a vestirme con zapatos cómodos y ropa informal para transitar por las calles de una ciudad desconocida y con un sistema de transporte público, al cual no estaba habituada.
Amé la ciudad de París porque fue para mí el descubrimiento de un mundo nuevo, de culturas nuevas. Mi avidez por aprender no tenía límites. Pensé que podría aprender todo lo que me faltaba por conocer (¡Qué ilusa era!). Quería saber todo sobre historia, sobre arte, sobre política, sobre feminismo, sobre lo que fuera. ¡Una santiaguera en la ciudad luz! ¡Qué aventura maravillosa!
En esos cinco años que caminé arriba y abajo por sus calles y rincones, museos y teatros; percibía la soledad como parte del aprendizaje. Cuando tenía que tomar largos trayectos, como cuando iba a mi trabajo donde el Dr. Michel Canu, un ginecólogo que me contrató como su secretaria, hacía como los parisinos: llevaba conmigo mi novela de Magrit para olvidarme de los que me rodeaban. Lo importante era llegar a mi destino, lo esencial era aprender y conocer. Todo lo demás era secundario. Me fui en diciembre de 1985 con mi doctorado a cuestas, creyendo que tenía el mundo en mis manos. ¡Cuánto he aprendido desde entonces! ¡Y cuánto me falta todavía, treinta y tantos años después, por aprender!
No volví a París hasta 1997, 12 años después. Mi vida había cambiado. Rafael y yo nos habíamos encontrado y fui a acompañarlo a una actividad de la UNESCO. Aproveché para caminar por los barrios y por las calles que eran mis zonas habituales. Me encontré con Ruggiero Romano, quien me invitó a almorzar. Ya no era el profesor temido, sino el maestro que compartía con su antigua discípula, ahora su colega. En ese entonces había publicado mis tres primeras obras. Me hizo observaciones interesantes y yo amé ese encuentro más que nunca.
Después he vuelto en varias oportunidades. Hace tres años estuve una semana por encargo de la Academia de la Historia para hacer una investigación de archivos y ofrecer una conferencia en la Escuela de América Latina. Recuerdo que de ese viaje publiqué mi bitácora-reflexiones, y decía que las novelas en el metro habían sido sustituidas por los celulares. Pero era la misma historia: la gente está en su propio mundo, ajena a las demás personas, y se aislaban con un instrumento que les permitiera centrar su atención. La soledad seguía siendo la misma.
Volví ahora en octubre de este año, por unos pocos días. Quizás me estoy poniendo mayor, y adoro convivir con la gente, porque pienso que en el contacto cotidiano con los demás, eres capaz de conocer mejor la vida y aprender de ellos. Quizás porque estaba lluvioso y la lluvia tenue de París se asemeja al llanto escondido del alma. Quizás porque venía desde Madrid, una ciudad cálida y sin ese sentido tan profundo de soledad. Quizás porque ya no soporto esas sociedades centradas en el YO, en UNO MISMO.
Me sentí más sola que nunca. Las prisas, las idas y venidas en los largos pasillos de los metros; las calles con sus gentes a velocidad incalculable para llegar a cualquier parte o a ninguna parte quizás; los cafés llenos de gente quienes, con una cerveza, un té u otra bebida leen desprevenidas para acompañar su soledad, o para ahondarla ¡quién sabe!
Pensé que los ataques a París por los terroristas hace unos años; o el accidente con el que el símbolo de la arquitectura gótica, la Catedral de Notre Dame casi se destruye, así como otros sucesos acaecidos, harían que la gente cambiara. Después de la solidaridad y el llanto colectivo por las muertes inocentes de los terroristas que se inmolaron asesinando y destruyendo todo cuanto encontraban a su paso, las almas se encontraron, pero después de la tormenta, volvieron a separarse. Pensé erradamente, que el haber sido testigo de ver cómo las llamas destruían uno de los monumentos más simbólicos de la ciudad, haría cambiar esa cultura de la soledad. Me equivoqué.
Me gusta estar sola a veces, encontrarme conmigo; evaluar mi día, criticarme si siento que no he hecho algo bien; pero adoro estar con mi esposo, mi familia nuclear, mi familia ampliada y mis amigos. Me encantan las conversaciones espontáneas, incluso con extraños, porque aprendí con Rafael que “todo encuentro casual es una cita”. Sin llegar a los extremos de algunos que cuentan sus vidas a extraños, pienso que nos hacemos más humanos cuando pensamos en el otro, en el prójimo más próximo. ¿Qué piensan ustedes?

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