La soledad del poder

La soledad del poder

En sus «Antimemorias», André Malraux recuerda cómo al visitar a Mao-Tse-Tung, como enviado personal del Presidente De Gaulle, percibió en la mirada del entonces hombre más poderoso del mundo, -en la medida de los millones de habitantes que dominaba, a un hombre abrumado por la conciencia de las limitaciones, y de las veleidades, que el poder político comporta. «La afirmación más absoluta de la soledad -escribió Malraux-, se produce en las más altas instancias del poder».

Y ciertamente que es así, porque en el ejercicio del poder no hay certeza de hasta dónde se puede llegar. Y no es infrecuente que no se llegue hasta donde se había previsto, porque los propósitos originalmente concebidos pueden ser desviados de su rumbo por los imponderables del azar. Por eso, desde antaño se ha dicho que quienes en apariencias son los detentadores del poder, en la realidad no pasan de ser lo que don Jacinto Benavente llamó «cautivos de los intereses creados».

Estar en el poder, no es lo mismo que tener el poder, porque aparentemente el poder está por encima y a la vista, y ahí está su imagen. Pero el poder tiene corrientes subterráneas, que lo disminuyen, y en ocasiones lo corroen. Para la historia, un hombre puede ser un signo del poder. Pero para la política, otros sectores son los que conforman la realidad del poder.

Gobernar -sobre todo en países como el nuestro- supone enfrentar cada día, el sempiterno problema de darle cara a las máscaras y a las paradojas. Una situación que esa tarima de la sabiduría popular que fue el General Lilís, solía definir con una frase característica de su fino instinto político: «Yo no me preocupo, me ocupo».

En nuestro pasado, no obstante la autoridad de que han estado investidos nuestros jefes del Estado, a virtud de lo que dispone el artículo 55 de la Constitución de la República, mandatarios como Trujillo y como el doctor Balaguer, fueron manipulados a su manera, por la minoría palatina, que el Arzobispo Monseñor Gustavo Adolfo Nouel, llamó «la polilla palaciega». Al autor de estas anotaciones le consta, que en numerosas ocasiones, el doctor Balaguer fue burlado por el archipiélago de intereses, que regularmente merodean en torno al poder.

Los jefes del Estado, -no importa cual sea su experiencia- no disponen del tiempo necesario para leer la llamada «letra menuda» de los contratos que firman, particularmente con las empresas multinacionales, que disponen de los servicios de profesionales criollos, que saben que una coma, maliciosamente colocada en un párrafo, supone una variante de varios millones de dólares y de pesos. Como no es infrecuente, que autorizaciones para retribuir favores correspondientes a las campañas electorales, puedan ser significativamente alterados, mediante un intencionado «error mecanográfico».

El jefe del Estado, como el marido burlado de las comedias bufas, es el último que se entera de lo que el doctor Balaguer solía llamar «indelicadezas», puestas a su firma, inclusive por sus más allegados colaboradores. La estafa de la Hydro-Quebec, ilustra y confirma.

El que constitucionalmente manda y ordena, queda aislado de los demás, y es de hecho, un secuestrado de las complicidades. Un irremediablemente condenado a la soledad.

Cuando Voltaire escribió que «la pasión de mandar, es la más terrible de todas las enfermedades del espíritu humano», pudo añadir, que el llamado «disfrute del poder» en el más alto nivel del Estado, en una apariencia, solicitariamente disimulada. Los ojos de Argos están permanentemente en observación acerca de lo que hacen, o dejan de hacer, los Presidentes de la República.

Paradójicamente, el poder político tiene capacidad para volverse contra el que lo ejerce, y hasta para destruirlo, porque mandar es una cosa, y hacerse obedecer es otra.

Quien manda hoy, mañana puede ser mandado, con el agravante, de que el mandante del mañana, puede ser el mandado de hoy. Hay una obvia concatenación de reciprocidades.

Apenas transcurrida la mitad de su segundo periodo presidencial, reelegido por la mayor cantidad de votos otorgados en Venezuela a un Presidente reelecto, -lo que no ha sido infrecuente en la historia de la América Latina- Carlos Andrés Pérez no sabía donde estaba, e ignoraba hacia donde iba. De inmediato comenzó a ser un solitario del poder, porque obnubilado por el triunfo del segundo periodo, ignoró, que éste no estaba sincronizado con el reloj de la historia.

Y «hay de aquel -como lo sentenció el doctor Balaguer- que intente adelantar o retrasar, el ritmo de ese reloj».

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