MARLENE LLUBERES
En algún momento, tanto el hombre como la mujer, han sido golpeados por la soledad. Las causas que la provocan son diversas: el hecho de haber perdido un ser querido, de no tener relaciones estables, de sentirse sin valor por haber llegado a la ancianidad. De igual forma, cuando el entorno social no es satisfactorio, o al sentir un vacío interior que no puede ser llenado, a pesar de estar rodeados de personas.
Pensamos que una relación que proporcione satisfacción y seguridad o que el apoyo de personas con quien compartir intereses y preocupaciones, harán desaparecer la soledad; por lo que, cuando carecemos de uno de estos factores, nos entristecemos y oprimimos.
La necesidad de compartir metas y caminar hacia ellas con alguien que apoye e incentive, poder manifestarle sentimientos, opiniones y compartir experiencias, muchas veces, conduce a cometer errores, que marcan negativamente los corazones, causando profundas heridas y provocando desánimo y desesperanza.
Como forma de solucionar este estado de orfandad, desamparo y rechazo, el ser humano, trata de llenar los espacios del alma con innumerables actividades o busca el aislamiento para sumergirse en el dolor, sin que nadie lo estorbe. En el peor de los casos, mendiga una relación de proximidad, abandonando sus convicciones y conformándose con las migajas que se le ofrecen.
Sin embargo, qué diferente es cuando logramos ver los momentos de soledad bajo la óptica de Dios, porque, al hacerlo, entendemos que, cada uno de ellos, tiene un propósito determinado. Una de las principales metas de Dios es que nuestro espíritu sea uno con Jesús, que aprendamos a escuchar su voz, y, para ello, Él nos extiende una invitación para que lo conozcamos y hace todo lo necesario para que la aceptemos.
Muchos hombres de Dios tuvieron que caminar un gran trecho de vida en soledad, como parte del plan de Dios para ser liberados de aquellas ataduras que fueron estableciéndose en sus corazones: emociones y sentimientos distorsionados, creencias familiares y culturales erradas y hábitos que, de generación a generación, han subyugado a familias completas, que estorbaban el propósito de Dios. Fueron apartados con el objetivo de ser reestructurados en el área emocional y espiritual, para que, cuando sus mentes y corazones estuviesen sensibles a Dios, recibieran la preparación para aquello que debían hacer en esta tierra.
Lo precioso de este proceso es saber que Dios está con nosotros, proveyéndonos todo lo necesario para atravesarlo, por lo que debemos estar seguros de que cruzaremos al otro lado y llegaremos a tomar posesión del lugar donde va a llevarnos.
Es Él quien nos ha dicho que no nos ha dejado huérfanos, sino que nos ha enviado al consolador. El Espíritu Santo vino para llenar nuestra soledad, a morar en nosotros de forma permanente, su presencia en nuestras vidas es una realidad continua. Aunque no lo veamos, lo sentimos, con Él hablamos constantemente, nos guía, nos indica el camino que debemos tomar, nos anima, consuela, nos llena de esperanzas y nos da seguridad.
Todo lo que tenemos y todas las personas que nos rodean, son inciertas e inseguras, pero la presencia del Señor es eterna, aunque todos nos abandonen, Dios nunca nos dejará, aunque le hayamos proporcionado razones para hacerlo. No hay mayor declaración de confianza que ésta.
Únicamente su amor podrá suplir nuestras necesidades y llenar los vacíos que existen en nuestro interior. Cuando somos llenos de este amor, no tememos estar solos.
Llenémonos del Espíritu de Dios, abramos nuestros labios y pidámosle que nos ayude a que todo nuestro ser se rinda, sin resistencia, a su voluntad, veamos nuestras circunstancias desde otra perspectiva, aceptemos la realidad que hoy El permite que vivamos, tomemos de su plenitud, convencidos de que el Señor, sabe los planes que tiene para nosotros, planes de bien y no de mal para que obtengamos el futuro que esperamos. Entonces, nuestra boca se llenará de risa y nuestra lengua de alabanza.