La sonrisa impresa en la cara

La sonrisa impresa en la cara

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
He tenido la mala suerte de conocer algunos hombres tan necios, vulgares, deslenguados, que no sería justo darles el calificativo de “personas humanas”, como la nomenclatura de las viejas escuelas de humanidades indica debe aplicársele a todo mamífero vertical o erecto. He visto, en varios lugares de Europa, ciertas criaturas a tal punto groseras y sanguinarias, que “no merecen” los derechos humanos. Quizás un día por venir se puedan incoar procesos ante el Papa – y frente al gobierno de los Estados Unidos- para la “dispensa” de los derechos humanos.

Con dicho recurso podrían estos sujetos ser azotados o golpeados legalmente, a fin de que paguen, así sea parcialmente, sus faltas de respeto por los prójimos. ¿La privación de libertad de un convicto, por decisión de un juez, no es acaso una disminución o supresión temporal de los derechos humanos? No existen en este mundo derechos bovinos -las ovejas son mansas y no protestan-, ni derechos caprinos; tampoco hay derechos felinos o cetáceos, por razones opuestas. Leones y tigres acometen instintivamente. Los animales feroces no piden ni dan cuartel. Para ellos no existen reglas.

Docenas de hombres malvados, depredadores sin misericordia, deberían ser degradados zoologicamente, segregados de la especie humana a la que afligen. He escuchado testimonios espeluznantes sobre actos criminales cometidos por auténticas bestias con documentos de identidad ciudadana.

Si nos dejáramos llevar por la indignación, el desprecio o el odio, tendríamos el alma tensa en todo momento, como una catapulta cargada, lista para lanzar contra el enemigo un peñasco. Y no podríamos vacar a la contemplación de la naturaleza. El odio daña tanto al odiado como al odiador. Por eso es pertinente intentar desterrar el odio de la actividad psíquica de todos los días. Si nos fuera imposible desterrarlo por completo, lo confinaríamos al menos a esporádicas apariciones en los momentos trágicos de la ira.

Las sociedades asoladas por bestias bien vestidas, con frac o con uniforme militar, quedan enfermas a causa del odio coagulado que se conserva en las almas durante décadas. Conocí a una mujer muy simpática que dirigía una tienda de lencería en los años cincuenta, en Budapest; ella me dijo: el odio produce tumores; aunque sea justificado, emponzoña las vísceras. Esta mujer pasaba la vida riendo. Recomendaba comer frutas, exclusivamente, durante dos días, al comienzo de cada mes. “A usted y a sus amigos, personas que leen libros y discuten sobre los problemas sociales, les digo que no razonen durante el fin de semana. Miren el cielo, compren flores en el mercado, contemplen el color de los vegetales apilados, ejerciten el olfato, escuchen música, dejen vagar los sentidos, evoquen los recuerdos gratos de su juventud. Sigan estas reglas de higiene mental”.

Esto lo dijo delante de uno de sus compañeros de la escuela secundaria, recién salido de una cárcel. El muchacho lloró de rabia al oírla y echó a correr calle abajo, como un perro apaleado. Un mes después lo encontré en la plaza Vaclav, muy tranquilo, con semblante satisfecho. – Estoy siguiendo un curso de literatura moderna en la Universidad; me he apartado un poco de las guerrillas de periodistas y funcionarios de la cultura. He leído las críticas de Francis Bacon al pensamiento antiguo, sus objeciones a la lógica de Aristóteles. El profesor me obligó a redactar un informe sobre la física de Newton, el lenguaje matemático y la prueba experimental. Pensé que ésto no tenía nada que ver con la literatura. Pero él me dijo que los pensamientos acerca de la sociedad también requieren comprobaciones. Deberás leer a Karl Popper para que aprendas a practicar la “falsación”. Cuando no puedas verificar una hipótesis o una observación cualquiera, podrás, en cambio, “falsarla”. Si logras averiguar que algo es falso ya sabes también que no es verdadero. El pensamiento, los razonamientos lógicos, el lenguaje, son engañosos en extremo. Los escritores no tienen por que conformarse con espejismo e ilusiones.

Quedé sorprendido por la maduración rápida de ese muchacho rebelde, inquieto, proclive a las lágrimas y a las reacciones descabelladas. ¿Qué te ha pasado en las últimas semanas? ¿Por qué tienes ese rostro beatífico? -Nuestra amiga Panonia- contestó -fue a visitarme a casa de mi madre; me invitó a que fuéramos juntos al Bastión de los Pescadores para desde allí contemplar el Palacio del Parlamento y la orilla vieja del río. Mi madre creyó que Panonia quería acostarse conmigo y me recomendó que tuviera cuidado con ella. Sentados ya en el Bastión, me tomó las manos para decirme en voz baja: no quiero verte muerto en una trinchera, ni con la mente prisionera de las afirmaciones tajantes de los economistas de la Reforma Agraria; no razones los viernes, sábados y domingos. -¿Pretendes que no tenga cerebro en esos días?- De ninguna manera, el cerebro dirige el cuerpo, controla el sueño y la locomoción. No soy “una de esas mujeres entupidas” como nos llaman los exportadores de manteles bordados a mano.

Mientras mirábamos la ciudad desde lo alto, Panonia pronunció un discurso dirigido a alguien que, evidentemente, no era yo. Tal vez estuviese pensando en ti: ‘’Es milagroso que la luz nos permita percibir las cosas: los árboles, el agua, los caminos de los parques, los pájaros que chillan continuamente. Creo que el canto de un pájaro es un himno a la vida. Las mujeres sabemos que la existencia es corta y azarosa; la guerra, cruel e inútil. Cada mañana, cuando abro los ojos y preparo el café, doy gracias a Dios por los deleites que me traerá el día. Mi cabeza me dice que es igualmente posible que traiga desgracias; que la última desgracia -la única inevitable- es la muerte. Pero este panorama que ven mis ojos, los latidos de la sangre, el olor del pan caliente, la música de un violín, valen más que la muerte y la guerra y los razonamientos y las enfermedades. Aprende a disfrutar la luz cambiante de los atardeceres. Soy Panonia, como pan, tal vez sea panteísta; no confundas nunca la propia vida, la tuya, con los razonamientos que intentan explicarla. No acierto siempre con lo verdadero; pero con lo que es falso jamás me equivoco, pues soy mujer”.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas