La subversión erógena de Alexis Gómez

La subversión erógena de Alexis Gómez

Con una trayectoria que abarca ya más de cuarenta años, Alexis Gómez Rosa es, si no el más, sí uno de los referentes más nítidos e importantes de la poesía contemporánea dominicana de los últimos años. Nacido en Santo Domingo en 1950, se formó en su país y en el extranjero, hasta que en los años finales de la década de los sesenta, comenzó a escribir unos primeros trabajos que hablaban de un interés por el espacio cotidiano, por la convergencia en él de presencias y sombras, por lo que en sus rincones se ocultaba. De ahí en adelante, ya en los setenta (después de la guerra de abril del 1965), arranca una sucesión de trabajos que se manifiestan en variados registros y tonos, con el rumor del conceptual fondo pero siempre atentos al valor de la experiencia, de lo vivido. Y es que la experiencia vital es la fuerza que recorre toda la obra de Alexis Gómez Rosa. El conjunto de su obra se entiende como un torrente de imaginación vital. De igual manera, se manifiestan varios leitmotiv que dan sentido y unidad a toda su obra, en especial a este irreverente libro, titulado, aviesamente, “Adagio cornuto”. Entre ellos, la certeza del amor y su exaltación mediante el erotismo, que transfigura y enaltece al ser amado: perverso polimorfo. ¿Hombre o mujer? Andrógino puro, de exuberante imaginación y deseo.

En esta dialéctica puede reconocerse el tema esencial de este libro, y en general la paradoja expresada por las imágenes ambiguas que lo caracterizan.

Para Alexis Gómez Rosa, el deseo pasa por la mirada del otro, por la imaginación y el deseo del otro. Estos poemas no son una filosofía del amor: son un testimonio, la forma en que ha cristalizado este extraño magnetismo. Subrayo: el sentimiento, no la idea. Amor en estado puro, goloso y brutal. Misteriosa inclinación pasional hacia el deseo del otro.

Ya no la “magia negra” de la prohibición, de la alienación y de la transgresión, sino la “magia blanca” del éxtasis, de la fascinación y la transparencia. Hermosura y violencia de este desafío, contra la mediocridad del seductor. Pero también diabolismo de esta mujer que se venga de la veleidad de ser seducida: “trampa por trampa, ojo por ojo”, como ha dicho Baudrillard. Esta es la parte de provocación fatal que hay en estos versos, pletóricos de ambigüedades y deseos. Esta provocación, esta precipitación del signo, es decir, del cuerpo transfigurado de la mujer deseada, en material bruto, insensato, ambiguo, es de una eficacia homicida, en todo el trayecto de posesión del otro y/o la otra. Es del mismo tipo que el acontecimiento insensato, la catástrofe, que también es una respuesta ciega, sin metáfora, del mundo-objeto al hombre sujeto. Oigamos lo que dice el poeta:

“Bailamos haciendo coincidir los accidentes del cuerpo, enlazados en el vórtice de un furor primerizo. Su lengua descendía del lóbulo de la oreja al cuello, fiebroso y perverso…Bailamos la noche y su carnaval de hora y media, para finalizar embebiéndome el sudor de su franela, la sangre, que amortaja en T- shirt esas cosas del alma”.La estrategia del objeto, como aquí la de la mujer, reside en confundirse con la cosa deseada. El límite de lo sexual se difumina en ella, y se troca metáfora del deseo, en el acto mismo de sentirse desnudo frente al otro, como objeto sublimado, de un amor o destino fatal.

“—Tu cuerpo–, exorna la entrega de tu iluminación mejor. Suelta la lengua y pantera en el altar de los sacrificios…”.

A diferencia de la forma apacible de la corporeidad griega apolínea (no dionisíaca) aquí la carne significa de dos modos: por un lado, próxima a la carne (basar) hebraica, indica un “cuerpo” pulsión, ávida, confrontada a la severidad de la ley; y por el otro lado, un “cuerpo” liviano, cuerpo neumático ya que espiritual, completamente en la palabra (divina) para transformarse, a través de estos versos, en belleza y amor.

Estos dos “cuerpos”, según Julia Kristeva, evidentemente son indisociables; el segundo (“sublimado”) no existe sin el primero (perverso), en virtud de la ley. Una de las genialidades de este libro, y no precisamente de las menores, es haber recogido en un único gesto la perversión y la belleza como anverso y reverso de un solo cuerpo: ¿de una mujer o de un hombre? La androginea de otro ser en movimiento, o el cuerpo total sin miembros.

Estas diversas designaciones del amor, en Gómez Rosa, convergen en la “carne” o más bien en aquello que anticipadamente podría llamarse una pulsionalidad desbordante, no frenada por lo simbólico.

“El amor nos reunió en muchedumbre buscando eternidad. Buscando el amor, la eternidad la conocimos en el sagrario del cuerpo apetecido: el origen celeste, la palabra, guarda una propensión lúdica que hace lápida en los labios sin artificios”.

La articulación mito/rito, en “Adagio cornuto”, induce a pensar que los rituales del travestismo reiteran a su manera exigencias fijadas por el discurso mítico. Ahora bien, la exploración de este demuestra que las divinidades—especialmente en el panteón helénico—son fácilmente proteiformes, y que esta tendencia se manifiesta especialmente en el sentido de un cambio aparente de sexo o, al menos de una ambigüedad sexual; a veces, el dios, o el héroe, según Mircea Eliade, utiliza claramente un travestismo de indumentaria: es el caso de Dionisio o de Heracles. “Es por lo tanto plausible suponer que a través de los ritos de travestismo el hombre se esfuerza por acceder, al menos durante el tiempo de la fiesta, a ciertas prerrogativas divinas, ¡y sobre todo a la bisexualidad!”, ha dicho Eliade.

La poesía de Gómez Rosa es la de la potencia apetitiva, la de fruición beatifica, la de la jubilación concupiscible, porque en ella la imaginación establece el acuerdo armónico entre el sujeto y mundo, entre el deseo y lo objetual, entre las pulsiones y el entorno material y social. Merced a esta intermediara irrestrictiva, la representación del objeto apetecido se libidiniza, se deja asimilar y modular por los imperativos pulsionales del poeta. Así, Gómez Rosa concierta, en una constelada convergencia homológica, el plácido flujo de su “sobrenatural sobreabundancia”, así concilia lo diferente, lo divergente, proyectándolo al edénico dominio diurno de la equivalencia funcional y morfológica, del verso a través del erotismo.

“Adagio cornuto” es un libro empedernidamente hedónico y festivo. De inmediato se propone como objeto estético, halagador, sensual, suntuario. Deleite ocioso, desinteresado gozo, arrobo beatífico, saca a quien se entrega al “mentido robador” por completo de todo menester, de toda vicisitud mundanal.

Sin duda, la asunción del travestismo escritural, en este libro, llevaría a conclusiones más diversificadas y amplias. El travestismo, en Gómez Rosa, no podría estar, en efecto, limitado a una mímica de transexualidad. Por lo tanto, en este ardiente “Adagio…”, marca el paso de lo profano a lo sagrado y vuelve así la espalda a la función social “laboriosa”. Más profundamente, podría consistir en una especie de disolución simbólica del principio de individualización o ritualización erógena de la escritura.

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