A cualquier conductor, incluso motociclista, se le tiene que helar la sangre si en la soledad de media noche recibe de súbito la radical orden de detener la marcha para fines de control de identidad y registro de pertenencias en la invisibilidad de sombras urbanas que vuelven confusas las credenciales y hasta las reales intenciones de quienes cierran paso asistido con poder de fuego. La falta de constancia de que quienes así actúan lo hacen en nombre de la ley y no en una criminal usurpación de funciones o abusando de ellas condujo en un insistente pasado a más de un trágico final de quienes continuaron la marcha temiendo, muy razonablemente, que podrían ser víctimas de alguna acción taimada. Eso pudo haber sido el caso a investigar de Rainyer Ferreira Ureña en el trágico Santiago de estos días tildado post mortem de ofrecer resistencia donde no había testigos. Su muerte a plomo, cuyo comportamiento agresivo ninguna fuente independiente atestiguaría, remite al gastado expediente de «intercambios de disparos» jamás investigados por la Justicia.
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El patrullaje policial a deshoras ni las persecuciones desenfrenadas a supuestos delincuentes que denotan la falta de entrenamiento deben seguir escapando a rectas instrucciones de respetar la vida por sobre todas las cosas con esperanza de que en el futuro las actuaciones comedidas sustituyan las drasticidades mortíferas sin un contexto de peligro para los actuantes que las justifique. Que solo se recurra a medios letales como último recurso.