La tía Marcelina

La tía Marcelina

POR PASTOR VÁSQUEZ
Yo nunca había visto llorar a mi padre. De hecho, yo siempre lo creí omnipotente dentro de su uniforme caquis de guardia-campestre del Central azucarero. Mi madre me dijo que él había venido de un lugar llamado Guayubín, ubicado entre Sabana de la Mar y Sierra de Agua. Eso fue en los días del generalísimo Chapita y después mi padre casó por estas tierras y tuvo muchos hijos.

Cada año venía la tía Lupe de un pueblo llamado Realidad, que está ubicado en San Pedro. Era una dama alta, de pelo rojizo, que usaba muchas prendas y se apoyaba en un b culo de caoba. Mi abuela decía que esa señora había nacido en los 1800s y que una vez bailó con el General Ulises Heureaux en un club de San José de los Llanos.

La tía Lupe me traía nísperos y mandarinas. Ella llegaba en el mes de diciembre, con una maleta de cuero y mi padre la iba a buscar a la estación del Ferrocarrir.

Mi padre me hablaba siempre de sus tierras. Eran unos llanos con unas montañas verdosas en el fondo, como esas que se ven en Sierra Prieta. La casa de los abuelos estaba rodeada de muchos cajuiles, chinas y mandarinas.

Allí vivía mi tía Marcelina, solitaria y resignada al golpeo del calendario. Se había ocupado desde muy joven a cuidar a sus hermanitos, desde el día en que murió nuestra abuela paterna. Ellos quedaron solos porque una tarde llegó el general Mon Natera con sus tropas. Mi abuelo le entregó unas monedas de oro a la tía y cogió el monte con su primo Natera a combatir contra los invasores que habían llegado del Norte.

Cada año mi padre anunciaba la llegada de la tía Marcelina y nosotros nos poníamos felices porque al fin la conoceríamos. Cada cual imaginaba a su manera cómo era la tía Marcelina. Yo la cuadraba una mujer alta, con el pelo tejido, con prendas en ambas manos y un báculo, como la tía Lupe.

Cuando mi padre iba a la estación en los días de Navidad sólo llegaba con la t¡a Lupe, quien comenzaba a refunfuñar porque los niños no se hincaban para besar la mano. Yo me ponía triste por la plancha de la otra tía y yo creo que Pap también se entristecía.

Después mi padre dijo que en sus vacaciones iríamos en el jeep Land-Rover a visitar a la tía Marcelina y que pasaríamos unos días con ella. Los niños jugaríamos en las tierras de los abuelos. La tía Marcelina nos buscaría nísperos y nos llevaría al río, donde decía la leyenda que salía un indio con una mano de oro y otra india peinándose con un peine también de oro.

Y así pasaron los años y nunca llegaron esas vacaciones. A mi padre se lo tragó el central azucarero. Yo quería mucho a mi Pap. Era un hombre alto, de regio carácter y recia formación humana. Montaba un caballo brioso, que le llamaban Guayubín. Se iba en las madrugadas y lo vía retornar cuando se estaba ocultando el Sol. Lo vía en lontananza cuando llegaba a casa, con su sombrero de alas anchas y una escopeta terciada en el lomo del caballo.

Un día llegó Mister William, el operador de la Radio del Central. Había un mensaje urgente para mi padre. Todo fue muy r pido. Se trataba de la tía Marcelina.

Más tarde íbamos rumbo a esas tierras orientales en un viejo tren del central, mi padre iba silencioso y mi madre le decía algo que el ruido del motor no me dejaba escuchar.

Yo vi sus ojos humedecidos y después esas l grimas que jamás he olvidado. Al llegar a aquellas tierras todo había pasado y mi padre lloró otra vez porque no pudo darle un último beso a su hermana. Durante toda mi vida he sentido un gran pesar por no haber conocido a la tía Marcelina.

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