La tierra, el agua y la frontera en «Las semillas de la ira» de Anthony Lespès

La tierra, el agua y la frontera en «Las semillas de la ira» de Anthony Lespès

Al igual que “Los gobernadores del rocío” de Roumain, el tema agrícola: la tierra, el agua y la emigración hacen de este texto un espacio para la reflexión sobre los problemas haitianos. Lo que tiene la obra de Roumain en su belleza expresiva, en cuanto a las creencias haitianas y en su simbología, lo posee la obra de Lespès en sus preocupaciones sociológicas y políticas.

Dentro de la novelística fundacional haitiana se destaca la novela de Anthony Lespès “Las semillas de la ira”, escrita en 1943 y publicada en 1949. Esta obra parece tener como hipotexto a “Las uvas de la ira” del estadounidense John Steinbeck (Vega, 1990). Trata de un grupo de campesinos y agrónomos que busca establecer una colonia agrícola en Haití, luego de la masacre realizada por Trujillo.

Al igual que “Los gobernadores del rocío” de Roumain, el tema agrícola: la tierra, el agua y la emigración hacen de este texto un espacio para la reflexión sobre los problemas haitianos. Lo que tiene la obra de Roumain en su belleza expresiva, en cuanto a las creencias haitianas y en su simbología, lo posee la obra de Lespès en sus preocupaciones sociológicas y políticas. Vale decir que ambos autores olvidan el problema de la división racial para concentrarse en lo político y en lo social.

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Como novela de la tierra tiene mucha importancia, ya que en ella se tensan los problemas sociales en los que chocan las nociones de la ruptura moderna. La tierra es mujer y madre en la simbología del texto, pero es también la tumba de sus hijos. Se llega a comparar las tierras del Este y del Oeste. Las de República Dominicana son más prodigiosas, mientras que las de Haití requieren de mucha agua y es perentorio construir canales que permitan que los campesinos puedan tener una cosecha sin las eventualidades de la falta de lluvia.

Esto se puede notar en el introito de la obra: al mirar el Norte había “un mundo acuático de melones y dunas, una tierra muerta sumergida desde hacía milenios, luego olvidada de las lluvias y que volvía suavemente a vivir” (1990, 1). Más adelante, la caracteriza el personaje Maluco: “— Nunca se ha visto tierra igual. Durante dos horas de camino, ni un pedacito fértil, salvo los fondos de las colinas. Una tierra ingrata de la cual no vale la pena hablar. Hace años que no trabajaba en una porquería igual” (33). Ya les habían dado la tierra a los campesinos en un proyecto realizado con la “compensación” pagada por Trujillo a consecuencia de la masacre.

El hambre, la pobreza, habitar la choza y vivir una vida sin sentido marca el paisaje humano de una novela en la que los personajes, llamados a dialogar sobre el país, a intelectualizar el problema y a proponer soluciones, miran desde un auto en el que la modernidad se encuentra siempre aguijoneada por la tradición. Les han dado la tierra a los campesinos que integran la colonia. El primer problema, la cantidad. Volvemos a los “carreaux” y al deseo de los labriegos de tener su propio pedazo de tierra. En un mundo gobernado por la política, la desconfianza asoma. Una tierra que no se puede vender. Debe quedar para la familia.

La modernidad es contractada entre la parte Este y la del Oeste. En República Dominicana hay implementos agrícolas; en Haití, no. Pero hay mucha desconfianza en la viabilidad de todo proyecto modernizante, porque cruza por una organización política deficiente. Y los campesinos lo saben. Así que el pasado político afecta la realización de la utopía moderna. Lo mismo ocurre con el pesimismo. Los trabajadores son pesimistas ante toda idea de progreso. Su vida está condenada y en Haití parece no haber salida. Solo los socialistas tienen en su mente la idea de que esa realidad puede ser superada por la organización, la planificación y el trabajo.

Los campesinos fueron masacrados por Trujillo porque tomaron tierras más allá de la frontera. Se deduce que buscaban terrenos en los que pudieran tener mejores cosechas. La masacre ocupa un capítulo de la novela. Y las descripciones de la atrocidad no superan a las realizadas por Freddy Prestol Castillo en “El masacre se pasa a pie”. El centro de la novela es indagar sobre los problemas de Haití, la parte discursiva ocupa un espacio central frente a la parte poética. De ahí que la obra sea un horizonte intelectual que presenta una mirada de la República haitiana desde la perspectiva, fundamental e importante, de un intelectual. Generalmente, la novela como género no permite tanto espacio para el pensamiento, pero Lespès logra intercalar los problemas sociales y políticos. Se aleja de las denuncias del realismo social para problematizar la situación haitiana.

Lebas es el personaje que plantea las ideas más cercanas al autor. Dice sobre la vida haitiana, algo que podemos escuchar hoy en nuestros países: “—La vida no vale nada, decía Lebas. En este país, no existe sino el miedo y la abdicación. Todos aquellos que pueden decir algo, hacer algo, se callan, aceptan, se prostituyen. Es un rebaño sin alma hundido en la apatía y la hipocresía”. (43).

Claro que, frente a la idea de cambio, aparece el hombre realista y pragmático como Martín, quien dice: “veo el mundo como es, y no me perturba saber lo que sucederá de aquí a dos siglos. Yo vivo en el presente porque quien no vive en él no come. Vine y encontré a los campesinos así y, probablemente, me iré de este mundo dejándolos tal como están”. (45)

En el capítulo XVIII narra la tragedia del haitiano en República Dominicana: el cruce de la frontera hacia Haití. “El camino llevaba a Hincha, a San Miguel y a San Rafael. Llevaba de hecho, al infierno, pues, ellos habían perdido desde hacía ya tiempo el verdadero rostro del país. (97). “Y ese país que hoy vuelven a encontrar en el límite total de su pesadilla, que, volvieron a encontrar en la frontera, que comenzaba allá donde los suyos habían perecido, que nacía a algunos pasos de allí donde su vida se había hundido…” (Ibid.). En definitiva, donde la vida se reducía a lo esencial; volver a Haití sería su última tragedia.

Ante el mundo sin salida, frente a un espacio como sepultura, sin la fertilidad de la tierra, sin el agua, sin la posibilidad de buenas cosechas; en fin, sin la modernidad que los dominicanos tenían por comparación: el campesino no tenía otra salida que la migración. Mientras los intelectuales socialistas ponían en boca de Lebas su programa: “el pan, el trabajo, el derecho a vociferar. Libertad de comer, dormir. No tener miedo. La libertad de trabajar, de tener hijos, un hogar. Libertad de alzar la voz, de escribir, de gritar, de denunciar” (107). Un verdadero programa moderno que no se alcanza en un tiempo signado por las dictaduras antillanas que florecieron en los años de 1930.

La obra termina con un supuesto cruce de la frontera por los dominicanos. El proyecto modernizante terminó. Existencialmente, el haitiano es simbolizado como un ser confinado al infierno de su tierra, y sus miserias. No hay otro camino que la migración, mientras los dominicanos son el pesado recuerdo de la masacre que aún queda en el imaginario como el espacio de una modernidad deseada que le da vida, pero que los aplasta.

“Las semillas de la ira”, que tuvo una segunda edición en Haití en 1983, fue traducida del francés por Diógenes Céspedes (Fundación Cultural Dominicana, 1990). En ella están escritos, además del drama haitiano, los ecos de los condenados de la tierra; el perfil autoritario y la vida de un pueblo que apostó a la libertad y busca, todavía, un destino digno entre los habitantes del reino de este mundo.

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