La tragedia de la Palestina, luego de la Resolución de la Naciones Unidas que decidió en 1948 dividir su territorio para asentar al recién creado estado Israelí separando, de hecho, ambas poblaciones que hasta entonces convivían en paz y armonía, es una de las tragedias históricas más profundas y menos comprendida por el mundo occidental, y subestimada por las fuerzas fundamentalistas -terroristas que la sostienen.
Desalojados de su propio territorio, que por razones históricas, jurídicas y de humanidad le corresponden, los palestinos refugiados viven en el vórtice de la tragedia de su país, ocupado por un entrenado ejército israelí que brutalmente les veja, les humilla, les tortura, los discrimina, los maltrata y explota, negándole su condición humana, el derecho a vivir con dignidad.
Un ejército represivo de un Estado moderno y poderoso, pero fanatizado por una facción política religiosa que aspira al exterminio de los palestinos y al control absoluto de la franja de Gaza y Cisjordania bajo el pretexto de su seguridad nacional. Un Estado despótico que, ignorando la propia tragedia sufrida por su pueblo la explota despreciando y torpedeando, sistemáticamente, todo esfuerzo de convivencia pacífica, con acciones provocativas y desproporcionadas.
Las imágenes permanentes, repetitivas, cada vez mas atroces, de esa política oficial de exterminio que muestran los cuerpos mutilados y de niños muertos en brazos de sus padres, la desolación de una población aterrorizada y perseguida, la desintegración de familias enteras, no llegan aún a trasmitir el terror, el dolor y la frustración que se interioriza en el corazón de los supervivientes y se convierte en odio y furor que alienta el martirologio y la lucha desigual del combatiente nacionalista haciendo imposible la paz deseada.
200, 300, 400 muertos poco importan. El ejército no ha terminado su misión responde altanero y soberbio el Primer Ministro de Israel a las voces de piedad e indignación, condenando y arrastrando a su pueblo a mayores desgracias.
La paz duradera pierde su sentido. Se torna en una palabra hueca, en un mundo desquiciado. Desbordado por pasiones de locura. Las leyes humanitarias, los tratados y convenios internacionales, las condenas y los llamados a la paz son pura retórica. El odio recíproco, alimentado por fuerzas malvadas, sustituye la inocencia y todo intento de reconciliación y de perdón parecen condenados irremisiblemente al fracaso.
Todavía hay quienes sostienen su factibilidad. Pero ¿dónde se hallan, en qué planeta, la fuerza moral y política que la imponga? Israel no va a renunciar a Jerusalem ni los palestinos tampoco. El mismo Dios los separa y las fuerzas del mal se alían para perpetuar una tragedia que no tiene nombre.