En agosto de 1978 se iniciaba la llamada “transición a la democracia” en República Dominicana. El hecho que se asume como determinante es la elección y juramentación de Antonio Guzmán como presidente de la República.
En su discurso inaugural, en un ambiente exultante, Guzmán trató fundamentalmente cuatro temas: la consolidación de la soberanía y el voto popular para elegir los gobernantes; el fin de la corrupción pública; mayor inversión en bienes y servicios sociales; y el crecimiento de la economía en base al desarrollo de las capacidades productivas del país.
Sin embargo, el acto encerraba en sí la negación de las promesas del nuevo presidente y, con ello, su fracaso como proyecto democrático. El balaguerismo militar irrumpió la madrugada del 17 de mayo de 1978 en la JCE, secuestraron la documentación y proclamaron a Balaguer presidente. Antonio Guzmán y el PRD llegarían a la victoria merced a un pacto con Balaguer y la mediación de la embajada y el gobierno de Estados Unidos, encabezado por Jimmy Carter, produciendo el llamado “fallo histórico”.
Así, el PRD cedió al dictador del período 1966-1978 el control del Senado y, con ello, de la Justicia. Dennis McAulife, jefe del Comando Sur de EE. UU., llegó al país y se encargó de pedir la renuncia de los jefes militares. El gobierno de Guzmán nacía condicionado por el poder balaguerista y maniatado por la dependencia política y militar, la misma subordinación que Estados Unidos había instaurado al invadir República Dominicana en 1965, al imponer por doce años a Balaguer, y que el neoperredeísmo había abrazado en alianza con los “liberales de Washington”.
Asimismo, el gobierno de Guzmán llegaba emboscado por la estrategia populista que el nuevo PRD había adoptado. Complacer ambiciones personales y grupales, a través del clientelismo directo e indirecto, y la cultura de corrupción e impunidad, así como desdeñar toda su anterior política antioligárquica, fueron factores decisivos para obtener apoyos electorales.
Guzmán logró en el corto plazo darle oxígeno a la política dominicana, quitando peso al factor militar y restableciendo libertades. Momentáneamente logró una mejoría en el nivel de vida e inició políticas progresistas. Pero el deterioro comenzó al poco tiempo. La corrupción se instaló, la guerra fraticida en el perredeísmo se desató, Guzmán gobernaba sin partido, los salarios no se elevaron y la crisis económica inició su curso destructor.
El intento de promesas democráticas sustentadas en la despolítica clientelar, corrupta y grupista, el pueblo convertido en instrumento electoralista, en pacto con el gobierno de EE. UU. y los intereses de la oligarquía dominicana, condujeron al fracaso.
La constatación más trágica de ese fracaso fue que el partido “del pueblo y de la libertad”, de la Constitución y el gobierno de 1963, y de la Revolución de Abril, terminaba veinte años después pactando con el FMI y masacrando al pueblo. En su informe del 25 de abril de 1984 al Secretario de Estado de las Fuerzas Armadas, el coronel Mejía Henríquez reportaba 120 muertos, que los altos dirigentes oficialistas, incluido Peña Gómez, achacaban a una “conspiración de grupos opositores”. Finalmente, en 1986, devolvieron en bandeja de plata el gobierno a Balaguer.
La “democracia bastarda” dominicana -como la llama el historiador Piero Gleijeses- surgida del golpe de Estado, la invasión imperialista, los fraudes, los asesinatos, los pactos entre cúpulas, corrupción, clientelismo y políticas antipopulares, no tuvo en 1978 el inicio de una auténtica transición, sino el presagio de un camino fallido.