La transitoria “Civilización del espectáculo” de Mario Vargas Llosa

La transitoria “Civilización del espectáculo” de Mario Vargas Llosa

Todo lo que el ser humano comienza, termina. La globalización, neoliberalismo o libre circulación de mercancías a escala planetaria y su correlato ideológico llamado civilización del espectáculo, o mejor dicho, la cultura frívola o “light”, también llegará a su fin un día. Es una ley de la dialéctica con dominante que todo lo que comienza, acaba, pero es un historicismo racionalista el creer que es para mejor, ese otro nombre del progreso, y si es para peor, se cae en el otro término del binarismo, el atraso, la decadencia, la declinación o el destino. En la historia de la humanidad no hay progreso ni atraso, sino lucha objetiva de los seres humanos por alcanzar rápidamente y al menor costo sus intereses,  para cuyo logro se trazan estrategias y apuestas. En ese afán por lograr sus metas, los sujetos se encuentran frontalmente con los mismos intereses de otros sujetos por lograr las suyas, sea en el ámbito individual o colectivo. Es la guerra, la cual implica un escenario, un tipo de organización social y un conjunto de normas y leyes que la definen y limitan. La guerra individual o colectiva es inseparable de su técnica y su tecnología.

El libro de Vargas Llosa  es un análisis del discurso de esa guerra. O sea, de la ideología que acompaña a la práctica y la teoría de la civilización del espectáculo como sistema de creencias de la globalización o neoliberalismo a escala planetaria. Vargas Llosa lo que intenta es analizar los sentidos del discurso ideológico que racionaliza y justifica el sistema económico, político y social neoliberal implantado a escala planetaria. ¿Con cuál teoría del signo, del lenguaje, del discurso y del sentido analiza Vargas Llosa ese discurso ideológico del neoliberalismo global?

Con ninguna teoría. Él opera como lo hicieron anteriormente T. S. Eliot para el período de entreguerras en su ensayo de 1948  “Notas sobre la definición de cultura” (Londres: Faber y Faber, 1962) y George Steiner para la etapa de la posguerra mundial en su libro “El castillo de Barba Azul. Notas sobre la redefinición de cultura”, de 1971 (una respuesta a Eliot) y como lo hacen para nuestra contemporaneidad tres obras en las que el novelista hispano-peruano se funda: Guy Debord (“La société du spectacle”. París: Gallimard, Folio, 1992. 1ª ed. 1967. Hay traducción española en Amazon); Gilles Lipovetsky y Jean Serroy con su libro “La cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada” (Barcelona: Anagrama, Argumentos, 2010) y de Fréderic Martel, “Cultura Mainstream. Cómo nacen los fenómenos de masas” (París: Flammarion, 2010. Traducción española: Barcelona: Taurus, 2011 y Anagrama-Argentina, 2010 y también en Amazon).

El autor de “La casa verde” se plantea un objetivo modesto al escribir su libro: “Este pequeño ensayo no aspira a abultar el elevado número de interpretaciones sobre la cultura contemporánea, sólo a dejar constancia de la metamorfosis que ha experimentado lo que se entendía aún por cultura cuando mi generación entró a la escuela o a la universidad y la abigarrada materia que la ha sustituido, una adulteración que parece haberse realizado con facilidad, en la aquiescencia general.” (P.13)

Sin embargo, el sentido de la historia con su noción implícita de decadencia, apocaliptismo o castrofismo está incluido en Vargas Llosa desde el inicio de su obra: “la cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está en nuestros días a punto de desaparecer. Y acaso haya desaparecido ya, discretamente vaciada de su contenido y éste reemplazado por otro, que desnaturaliza el que tuvo.” (“La civilización del espectáculo”. México: Alfaguara, 2012, p.13).

Debido a las apuestas que comporta, semejante implícito enrumba la obra de Vargas Llosa al abultamiento que dice querer evitar: “quisiera pasar revista, aunque sea somera, a algunos de los ensayos que en las últimas décadas abordaron este asunto desde perspectivas varias, provocando a veces debates de alto vuelo intelectual y político. (…) todos ellos tienen un denominador común pues coinciden en que la cultura atraviesa una crisis profunda y ha entrado en decadencia.” (Pp. 13-14)

La sola mención de los vocablos “crisis” y “decadencia” bastan para inscribir la obra de Vargas Llosa en el racionalismo historicista de la metafísica del signo que en Occidente se ha movido siempre, y fundamentalmente desde Hegel, Husserl, Marx, Heidegger y Spengler entre el progreso y la decadencia. En medio de los dos términos: el de “crisis”, que no es otra cosa que la desorientación política del sentido, como lo han demostrado RandolphStarn y Henri Meschonnic. Del primero, véase “Métamorphosesd’unenotion. Les historiens et la «crise»” (revista Communications n.° 25 (Seuil, París 1976: 4-18) y del segundo, un texto de 1978, “Ni Marx ni el marxismo poseen teoría del lenguaje”, recogido en el libro “Langage, historie une mêmethéorie (Lagrasse, Francia: Verdier, 2012, pp. 312-13): “La crisis y la crisis del concepto de crisis son también una crisis de lo inteligible, de la racionalidad, un entredicho del discurso. Una crisis del sentido, a través de toda la crisis del sentido de la historia. (…) El discurso enloquece las orientaciones del sentido.” (P.313).

Eliot también ceba su metafísica del signo con la inclusión del término decadencia, el cual debilita la eficacia de su discurso y la del de Vargas Llosa. Pero este último le reconoce al ensayo de Eliot “una crítica penetrante del sistema cultural de su tiempo” (p. 14). Como no soy progresista ni decadente, ni optimista ni pesimista, puedo reivindicar el concepto de “alta cultura” de Eliot y otros pensadores sin pizca de aristocratismo o absolutismo político. Las grandes obras artísticas y literarias de todos los tiempos pertenecen a la alta cultura, por su valor rítmico –significación o sentidos nuevos políticamente orientados en contra de las ideologías de época–.

Las obras que no poseen estas características pertenecen al ámbito cultural de las ideologías y repiten las significaciones artísticas y los sentidos literarios ya hechos por otros artistas o escritores. Son obras como. Hechas o escritas como, con las fórmulas con que otros las produjeron en el pasado o en el presente. Son artificios, retórica ya hecha. Esa es la diferencia entre obras de alta cultura y obras sin valor. Estas últimas pertenecen igualmente a los autores de clase alta, media y baja. Son discursos sin creatividad, repeticiones que copian únicamente el código de la lengua o la semiótica. A esta carencia de valor no le atribuyo ningún sentido peyorativo. Estas obras y todos los productos que carecen de valor artístico o literario forman parte del arsenal de objetos  de la cultura de masas para consumo de todas las clases sociales.

A fin de que se aprecie que el concepto de “alta cultura” que reivindico no tiene nada que ver con elitismo o aristocratismo de una minoría privilegiada en razón de su “clase social” o su condición de riqueza económica, pongo por ejemplo el caso de Cervantes o Shakespeare, dos pobretones, pero que pertenecen a la minoría selecta de los representantes de la alta cultura de su país y del universo debido a la inscripción del ritmo y el sentido de sus obras en contra de las ideologías de su tiempo. Creo no exagerar si afirmo que el 90 por ciento de los escritores y artistas que han renovado las prácticas artísticas y literarias de su época han pertenecido, o pertenecen, a la clase media o baja. E incluso cuando un gran artista o escritor de valor ha pertenecido o pertenece a las clases dominantes de su país, sus obras, a través de la significación o los sentidos, se han inscrito, o se inscriben, en contra de las ideas reinantes en su época, lo cual le ha valido enormes sinsabores y problemas.

Los poderes políticos y los sistemas sociales solamente reconocen y premian a los escritores que escriben como. O a los artistas que repiten los códigos semióticos de su tiempo.

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