Ante la próxima beatificación de Karol Wojtyla Desde hace años se escuchan testimonios de jóvenes y menos jóvenes, que se han sentido atraídos por Cristo gracias a las palabras, al ejemplo y a la cercanía de Juan Pablo II. Con la ayuda de Dios, unos han emprendido un camino de búsqueda de la santidad sin cambiar de estado, en la vida matrimonial o en el celibato; otros, en el sacerdocio o en la vida religiosa.
Se cuentan por muchos millares, y a veces se les denomina «la generación de Juan Pablo II». ¿Cuál fue el secreto de la eficacia evangelizadora de este extraordinario Pontífice? Es evidente que Karol Wojtyla fue un incansable defensor de la dignidad humana, un pastor solícito, un comunicador creíble de la verdad y un padre, tanto para creyentes como para no creyentes; pero el Papa que nos ha guiado en el paso del segundo al tercer milenio ha sido, ante todo, un hombre enamorado de Jesucristo e identificado con Él. «Para saber quién es Juan Pablo II hay que verlo rezar, sobre todo en la intimidad de su oratorio privado», escribió uno de los biógrafos de este santo Pontífice. Y así es, en efecto. Una de las últimas fotografías de su caminar terreno, lo retrata en su capilla privada mientras sigue, a través de una pantalla de televisión, el rezo del Vía Crucis que tenía lugar en el Coliseo. Aquel Viernes Santo de 2005, Juan Pablo II no pudo presidir el acto con su presencia física, como en los años anteriores: ya no era capaz ni de hablar ni de caminar. Pero en esa imagen se aprecia la intensidad del momento que estaba viviendo. Aferrado a un gran crucifijo de madera, el Papa abraza a Jesús en la cruz, aproxima a su corazón al Crucificado y lo besa. La imagen de Juan Pablo II, anciano y enfermo, unido a la cruz, es un discurso tan elocuente como el de sus palabras vigorosas o el de sus extenuantes viajes. El nuevo beato ha llevado a cabo con generosidad heroica el mandato de Cristo a sus discípulos: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15). Con su afán de llegar hasta el último rincón de África, de América, de Asia, de Europa y de Oceanía, Juan Pablo II no pensaba en sí mismo: le empujaba el deseo de gastar su vida en servicio de los demás, el ansia de mostrar la dignidad del ser humano creado a imagen y semejanza de Dios y redimido por Cristo y de transmitir el mensaje del Evangelio. En una ocasión, a última hora de la tarde, acompañé a Mons. Álvaro del Portillo entonces Prelado del Opus Dei al apartamento pontificio. Mientras esperábamos la llegada del Papa, oímos unos pasos cansados, como de alguien que arrastra los pies, que se acercaban por un pasillo: era Juan Pablo II, muy fatigado. Mons. del Portillo exclamó: «Santo Padre, ¡qué cansado está!». El Papa lo miró y, con voz amable, explicó: «Si a estas horas yo no estuviera cansado, sería señal de que no habría cumplido mi deber». El celo por las almas le movía a desplazarse hasta el último rincón de la tierra para llevar el mensaje de Cristo. ¿Hay alguien en el mundo que haya estrechado más manos en su vida, o haya cruzado su mirada con la de tantas personas? Ese esfuerzo, también humano, era otro modo de abrazarse y unirse al Crucificado. La universalidad del corazón de Juan Pablo II no sólo le conducía a una actividad que podríamos llamar exterior: también en su interior latía operativamente este espíritu, con el que hacía propias las ansias de todo el mundo. A diario, desde su capilla privada en el Vaticano, recorría el orbe. Por eso fue natural la respuesta que dio a un periodista, que quería saber cómo rezaba: la oración del Papa respondió es un «peregrinar por el mundo entero rezando con el pensamiento y con el corazón». En su oración explicaba emerge «la geografía de las comunidades, de las Iglesias, de las sociedades y también de los problemas que angustian al mundo contemporáneo»; y, de este modo, el Papa «expone ante Dios todas las alegrías y las esperanzas y, al mismo tiempo, las tristezas y preocupaciones que la Iglesia comparte con la humanidad contemporánea». Ese corazón universal y ese empuje misionero le llevaron a dialogar con personas de toda clase. Así se hizo patente durante el Jubileo del año 2000: quiso encontrarse con niños, jóvenes, adultos y ancianos; con deportistas, artistas, gobernantes, políticos, policías y militares; con trabajadores del campo, universitarios, presos y enfermos; con familias, personas del mundo del espectáculo, emigrantes e itinerantes… La misma biografía de Karol Wojtyla puede «leerse» como un continuo llevar el Evangelio a los más variados sectores de la sociedad humana: a las familias, a la escuela y a la fábrica, al teatro y a la literatura, a las ciudades de rascacielos y a las barriadas de chabolas. Su propia historia le condujo a percibir con claridad que es posible hacer presente a Cristo en todas las circunstancias, también en los momentos trágicos de la guerra mundial y de las dominaciones totalitarias que imperaron en su tierra natal. En los escenarios más diversos de la modernidad, Juan Pablo II fue portador de la luz de Jesucristo a la humanidad entera. Con su existencia nos enseña a descubrir a Dios en las circunstancias en que nos toca vivir. En uno de sus escritos, San Josemaría Escrivá de Balaguer, contempla a Jesús en la Cruz como Sacerdote Eterno, que «abre sus brazos a la humanidad entera». Pienso que el caminar terreno de Juan Pablo II ha sido una copia ejemplar de ese Señor que acoge en su Corazón a todos los hombres y mujeres, derrochando amor y misericordia con cada uno, con un acento especial para los enfermos y desvalidos. La vida del cristiano no es otra cosa que tratar de configurarse con Cristo; y Juan Pablo II lo ha cumplido de modo sobresaliente: por su heroica correspondencia a la gracia, por su alegría de hijo de Dios, personas de toda raza y condición han visto brillar en él el rostro del Resucitado. La fotografía a la que me refería al inicio de estas reflexiones me parece una síntesis gráfica de la vida de Juan Pablo II: un Pontífice fatigado por el prolongado tiempo de servicio a las almas, que orienta la mirada del mundo hacia Jesús en la Cruz, para facilitar que cada uno y cada una encuentre allí respuestas a sus interrogantes más profundas. La vida del nuevo beato es, pues, un ejemplo de transparencia cristiana: hacer visible, a través de la propia vida, el rostro y los sentimientos misericordiosos de Jesús. Pienso que ésa es la razón y el secreto de su eficacia evangelizadora. Y estoy convencido así se lo pido a Dios de que su elevación a los altares provocará en el mundo y en la Iglesia una oleada de fe y de amor, de deseos de servicio a los demás, de agradecimiento a Nuestro Señor. El 1 de mayo de 2011, en la Plaza de San Pedro, bajo la mirada cariñosa de la Madre de la Iglesia, podremos unirnos a Benedicto XVI y decir una vez más: «Queremos expresar nuestra profunda gratitud al Señor por el don de Juan Pablo II y queremos también dar gracias a este Papa por todo lo que hizo y sufrió» (Audiencia general, 18 de mayo de 2005). A quienes le conocimos en vida, nos corresponde ahora el gustoso deber de darlo a conocer a las generaciones futuras.