La travesura del ateo

La travesura del ateo

En su condición de modesto empleado público, mi amigo, cuya edad andaba por la mitad de la treintena, residía en una pensión ubicada en la tercera planta de una edificación de la zona colonial.

La propietaria del negocio era una mujer madura, de religión protestante, y en la casa se celebraban frecuentemente reuniones de  miembros de su iglesia.

Mi amigo, quien se declaraba ateo, me dijo que discutía frecuentemente con la señora, porque esta intentaba, apelando a citas bíblicas, que él aceptara a Jesucristo como su señor y salvador.

– No puedo creer en cosas propias de gente ignorante, pues soy hombre de lecturas,  un intelectual- manifestó, con su pedantería habitual.

El personaje era aficionado a las bebidas alcohólicas, y pese a que había tenido numerosos romances, permanecía soltero, afirmando que por nada del mundo enajenaría su preciada libertad.

Una noche fui a la pensión en busca de mi enllave de tragos, y desde el zaguán escuché cánticos religiosos.

Al llegar al tercer piso vi un grupo de personas de ambos sexos formando un coro bastante acoplado, y me detuve en el umbral, esperando que finalizara la canción.

La dueña de la pensión, quien había cantado con los ojos cerrados, cuando los abrió lanzó un grito de sorpresa.

-Pase -me dijo, con semblante enseriado- aunque su amigo no está, porque anteayer me vi en la obligación de botarlo, por indecente y maligno.

-¿Y cuál fue la causa de su expulsión?- pregunté, pensando que quizás bajo los efectos de un jumazo se había propasado con la joven  y atractiva hija de la señora.

-La tarde que lo eché, estábamos reunidas aquí varias damas de nuestra iglesia, orando por el bienestar del país, cuando entró ese endemoniado, con una borrachera que apenas le permitía mantenerse en pie. Después de mirarnos con odio, nos dijo: esto es lo que ustedes merecen; de inmediato, disparó una andanada de ruidosos gases intestinales, malolientes, como brotados de las mismas entrañas de Belcebú. Todas nos levantamos, y pusimos distancia con los pañuelos en las narices, mientras él se metía en su cuarto, muerto de la risa.

Los frenos de las reglas de urbanidad me fallaron, y solté la carcajada, para luego bajar corriendo las escaleras, perseguido varios peldaños por la enfurecida anciana.

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