En este tercer mundo, el que no tiene camaradas, enllaves, o una parentela consecuente está solo y desamparado. Los lazos de sangre, de amistad y las lealtades se llevan todo por delante. El tener un compadre, que es primo del vecino, el amante de Juanita, con la que yo estuve en la escuela, avasalla la ética dejándola enmudecida.
Dentro de una cómoda red de relaciones personales, prima la sensación de amparo confortada por un contubernio de afectos. Fraternizar es una de nuestras deliciosas virtudes y, al mismo tiempo, una de nuestras mayores lacras. Esto, porque sufrimos de un aldeanismo maligno, irreverente a la conveniencia colectiva y las normativas sociales.
La urdimbre de intereses compartidos, junto a las exigencias del clan, nutren conspiraciones de silencios que resultan ser imprescindibles cuando la hermandad se lubrica con alguna que otra turbidez mercurial. Se construyen escudos que repelen todo tipo de derecho que no sea el de sus particulares. La incondicionalidad y la lealtad- conceptos primitivos y retorcidos- se requieren para mantener la cohesión de las cofradías.
Cuando el Conde-Duque de Olivares, el paradigmático valido de Felipe IV, intentó reformar la administración del reino- comenzando el siglo diecisiete- las inflexibles relaciones familiares de la nobleza, y de otros poderes fácticos del imperio, dieron al traste con la posibilidad de restaurar la salud de la corona española. Más de tres siglos después, Juan Bosch corría la misma suerte en esta antigua colonia. Hoy, seguimos atrapado en similares aberraciones.De ahí que se pueda presenciar -en el canal oficial para mayor escarnio- a un médico, delincuente en el ejercicio de su profesión, pontificar de forma disparatada y maliciosa para miles de televidentes. Este peligroso ciudadano se saltó al Colegio Médico y a la justicia. Sus amigos, socios y beneficiados le concedieron licencia para matar.
Así mismo, nos acomodamos en cualquier restaurante y, entre bocado y bocado, nos percatamos de que estamos sentados al lado de un torturador, o de un criminal, o de un ladrón, o del corrupto de moda, que departe sereno con sus incondicionales y familiares. Sólo cuando pagan la cuenta recuerdan vagamente el derecho ajeno.
El nepotismo es otro engendro de la aldea. Los compromisos dan al traste con la lógica administrativa, la normativa, el decoro y el interés general. Otro vicio endémico. Costumbres ancestrales que al parecer no podemos superar. Un atavismo imperativo.
Ese sancta sanctorum del compadreo es uno de los caldos donde se cultiva la impunidad. Resulta ser el abono indispensable de las variadas mafias que nos azotan.
Paradójica situación: aquello que tanto nos reconforta y nos une es, al mismo tiempo, el lastre que impide nuestro vuelo hacia la civilización.
Esta hipertrofiada camaradería, tan compleja y sabrosa como el sancocho, permite cualquier transgresión en defensa de los nuestros, sin ni siquiera un tímido titubeo para tomar en cuenta el resto de la sociedad. Somos, así lo parece, una tribu disfrazada de tecnología, de crecimiento sostenido y de baja inflación.