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El modelo napoleónico concebía la universidad de manera muy distinta a como tradicionalmente se había venido haciendo en toda Europa desde principios del siglo 13. Dicho prototipo le otorgaba a las altas casas de estudios el mismo tratamiento que se le dispensaba a cualquier organismo oficial al servicio de un Estado que lo financia y la organiza. En tiempos de admiración exaltada por todo lo originado en Francia, este fue el modelo de universidad imitado por las nuevas repúblicas que surgieron en la América española a raíz de los movimientos independentistas de principios del siglo 19. Lo que trajo como consecuencia que casi todas las universidades coloniales latinoamericanas fueron convertidas en escuelas profesionales separadas y carentes de núcleo aglutinador. El objetivo principal de esas entidades era el preparar los profesionales que necesitaban la administración pública. A partir de entonces, las labores de investigación estuvieron a cargo de los institutos y de las academias. Las universidades latinoamericanas, encasilladas en el modelo napoleónico y arrastrando en su enseñanza un pesado lastre colonial, estaban lejos de responder a lo que la América española necesitaba para ingresar decorosamente en el siglo 20. Este esquema hizo crisis en 1918 con el estallido de Córdoba, abriéndose un nuevo capítulo en la historia de las universidades hispanoamericanas.
Las altas casas de estudios de esta parte del mundo dejaron de ser agrupaciones de escuelas hasta convertirse en establecimientos pluridisciplinarios operados bajo un régimen de amplia autonomía académica, financiera y administrativa, con representantes estudiantiles en todos sus organismos de gobierno. Sus añejas Facultades fueron sustituidas por modernas unidades de docencia e investigación. Pero, los vientos de Córdoba tardaron mucho en llegar hasta aquí. A más de un siglo después de lo sucedido en Córdoba, todavía aquí no faltan gentes que desconozcan los límites de los quehaceres propios de una universidad. Para algunos de nuestros dirigentes y gestores no resulta inconcebible que en la oferta académica de una universidad figuren oficios como el de plomero, tornero, modistas y otros más por el estilo.
La Pontificia y Real Universidad de Santo Domingo, Primada de América, diferente a lo ocurrido en casi todas las demás universidades hispanoamericanas, permaneció siendo la misma desde su fundación en 1538 hasta mediados del siglo 20 cuando acontecieron en ella importantes cambios en su infraestructura primero y en su organización después. Durante el Gobierno del presidente Horacio Vásquez (1924-1930) no se registraron modificaciones de importancia en la Universidad; Lo mismo ocurrió en las primeras décadas del gobierno de Trujillo, con el agravante de que el tirano no perdió nunca de vista el control político e ideológico de la Universidad estatal. No fue hasta mediados de la década de los años cuarenta del pasado siglo 20, cuando la Universidad de Santo Domingo experimentó cambios de relativa importancia, a saber: Se construyó la ciudad universitaria; se erradicó el sistema de estudio libre; se organizaron y equiparon laboratorios para la realización de las prácticas supervisadas y, lo más importante, se incorporaron al cuerpo docente de la vieja casa de estudios profesores españoles que huían de la persecución política en su contra que estaba llevando a cabo en su patria de origen el generalísimo Francisco Franco. También, fueron fundados organismos especializados tales como el Instituto de Investigaciones Antropológicas; el Botánico, el Instituto de Relaciones Internacionales; el Instituto de Investigaciones Geográficas; el Instituto Sismológico, entre otros. Algunos de ellos tuvieron una existencia efímera; otros, todavía existen. Esos logros se alcanzaron gracias a las iniciativas del rector Ortega Frier y no a “las sabias disposiciones del generalísimo doctor Rafael Leónidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria y Padre de Patria Nueva” como se acostumbraba o se forzaba a decir entonces.