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El desempeño de la universidad de hoy es mucho más complejo y variado que el de años atrás.
La alta casa de estudios del presente, además de enseñar, debe de realizar investigaciones, tanto de aplicación no inmediata como próxima; esta última en estrecha comunidad con el sector productivo del país; también, debe llevar a cabo labores de servicios que den respuestas a problemas concretos del medio en que se desenvuelve.
La Universidad debe colaborar con la formación continuada de sus egresados, satisfaciendo la creciente demanda de educación de adultos y procurando adoptar el uso de nuevas tecnologías en sus labores de enseñanza, difusión y producción de nuevos conocimientos.
Debe de estar abierta a la colaboración internacional como medio de gran utilidad para mejorar en sus objetivos; debe ser receptiva a las peticiones de modificaciones en los contenidos formativos de los programas que oferta.
Todo eso lo sabemos a pesar de que estaremos siempre renuentes a que, en nombre de lo nuevo, a cualquier cosa se le llame universidad. Es que ningún método de enseñanza, ni ningún instrumento tecnológico puede producir el milagro de un título logrado en base a grandes esfuerzos y dedicaciones.
En las décadas de los años 60 y 70 del pasado siglo 20, en la América Española y en la Región del Caribe se llegó a considerar la existencia de una relación directa entre prosperidad económica y expansión de los estudios superiores.
Al efecto los gobiernos de entonces decidieron destinar grandes partidas presupuestarias al sostenimiento de las universidades y demás instituciones de educación superior.
Pero, debido al antagonismo existente entre las autoridades de la Pontificia y Real Universidad Autónoma de Santo Domingo y el Gobierno de “los doce años” la Universidad Primada de América no pudo disfrutar de esas bonanzas; al contrario, nuestra Alma Máter estuvo a punto de cerrar sus puertas a causa de la negativa del Gobierno de Joaquín Balaguer de proporcionarle los recursos económicos que demandaba su desempeño.
Con el retorcido argumento de que para mejorar la formación de los dominicanos había que comenzar por fortalecer la educación básica, los organismos de financiamiento y de cooperación internacional que operaban aquí se dieron por financiar programas de capacitación y formación de maestros que laboraban en escuelas primarias; por construir aulas para esos fines; y por realizar campañas de alfabetización de adultos de muy cuestionados resultados.
No solo la universidad estatal resultó perjudicada por todos esos desafueros, también las escuelas secundarias y los institutos politécnicos medios; estos últimos, por falta de recursos para operar como tales, degeneraron en escuelas de oficios a la usanza de principios del pasado siglo 20.
Todos esos males tuvieron lugar en momentos en que el país disfrutaba de bonanzas económicas; en momentos en que los precios de los principales productos de exportación de la República Dominicana, café, cacao, azúcar, oro, y ferroníquel, aumentaban de precio en los mercados internacionales.
Fue a finales de los años 80, cuando un grupo de educadores, de empresarios, de dirigentes sindicales y de líderes comunitarios decidimos unir nuestros esfuerzos para enfrentar la crisis que afectaba a la educación dominicana.
Después de meses de liberaciones, logramos adoptar un decálogo, una especie de consenso en torno a lo que debía hacerse para superar la crisis que afectaba el sistema dominicano de instrucción pública.
Acordamos que era impostergable eliminar el analfabetismo entre los dominicanos adultos de edades comprendidas entre los 15 y 30 años; establecer el carácter de obligatoriedad para los niveles de enseñanza inicial y básica; universalizar la educación básica; ampliar y mejorar la educación media; reorganizar la educación superior; elevar la formación profesional de los maestros que laboraban tanto en las escuelas públicas como en los colegios privados; elevar el gasto público en educación; y poner en vigencia una nueva Ley de Educación.