Para unos Dios no existe y para otros su poder es ilimitado (omnipotente) su sabiduría es infinita (omnisciente) y su cercanía es permanente (omnipresente).
Los primeros cuestionan su predominio universal porque ha permitido que el Demonio, Diablo o Satanás desafíe su poder fuñendo a la humanidad con tragedias espeluznantes, odio, hambre, pobreza, guerras y pandemias como la covid-19 y los creyentes dando explicaciones que en vez de convencer confunden más a sus críticos.
Los científicos, por su lado, también se trancan cuando se les cuestiona sobre el origen del universo, la vida y los maravillosos misterios de la naturaleza. Algunos quisieran que ya los marcianos nos visiten para probar sus teorías sobre la gran explosión y la generación espontánea de los seres vivos.
Las reflexiones previas vienen a propósito de los llamados “virus”, partículas “sin vida” que se multiplican, crecen y se transforman poniéndote a botar moco nasal, dándote dolores en la espalda, tapándote los pulmones y haciendo que te entierren sin que ni tus propios familiares y amigos puedan verte marchar hacia tu transformación en tierra.
Ellos, antes y ahora, han sido fuente de enriquecimiento con la creación de unas sustancias químicas llamadas “vacunas” que un organismo internacional, más perdido que el hijo de Lindbergh, llamado OMS aprueba y/o desaprueba como eficaz, sin sorprenderse de que alguien convenció a un presidente de una isla del Caribe (RD) para comprometer 40 millones de dólares, con 8 millones de avance, para la compra de una vacuna que no se sabía si sería efectiva y con lo cual ese “alguien” probablemente recibiría una comisión (conocida y acostumbrada en un 10%) aprovechando lo guacanagarístico del ambiente.