La verdad

La verdad

KARYNA FONT-BERNARD
“Qué feo es eso de que le digan a uno la verdad, sobre todo si se trata de esas verdades que uno ha evitado decirse aún en los soliloquios matinales, cuando recién se despierta y se murmuran pavadas amargas, profundamente antipáticas, cargadas de autorrencor, a las que es necesario disipar antes de despertarse por completo y ponerse la máscara que, en el resto del día, verán los otros y verá a los otros”. Mario Benedetti en “La Tregua”, lo dice bien. Y es que la verdad duele en muchas ocasiones.

La verdad marca profundamente el entendimiento y el espíritu. Sin embargo, es el único camino que conduce a la real y efectiva libertad; a pesar de que éste no es un camino de rosas y sedas. La verdad no tiene tonalidades ni alternativas y debe ser norma del ser humano, desde que aprende a decir sus primeras palabras. Lo que pasa es que a medida que crecemos y nos colamos en el mundo o el mundo se cuela en nosotros, nos damos cuenta que decir siempre la verdad es un asunto poco cómodo y convenientemente recurrimos a las excusas, a las mentirillas blancas y piadosas, o bien al destierro absoluto de todo vestigio de sinceridad. En nuestra sociedad, muchas veces decir la verdad, sea cual sea el tema a tratar, se califica como “políticamente incorrecto” y los más sagaces aprenden el arte distinguido de disfrazar las palabras, ataviados de esa máscara a que hace alusión Benedetti y que durante los días ven los demás y ve a los demás.

Decir la verdad es un asunto de aprendizaje, un ejercicio de conciencia. Y este aprendizaje empieza desde que el niño dice sus primeros balbuceos, así vamos creciendo con el hábito de decir la verdad o el hábito de mentir. Y así también, nos vamos envolviendo en el círculo vicioso de las mentiras y, sin darnos cuenta, se nos pasa la vida dando vueltas y tumbos en él sin encontrar la salida. Decir la verdad, sea cual sea la naturaleza del asunto, es un acto de honestidad, no un paso hacia la debilidad. Es un acto de respeto, no el principio de la sumisión. Es elevar la conciencia, no bajar la guardia y la defensa. Cuando decimos la verdad, nos engrandecemos como seres humanos, como pueblo, como sociedad y como nación. Si decimos la verdad, cada uno de nosotros desde las realidades y circunstancias individuales, empezaremos también a rescatar esos valores esenciales, que conducen a una mejor convivencia general. Cuando el ex presidente de los Estados Unidos Bill Clinton estuvo envuelto en el desafortunado asunto con la ex becaria Mónika Lewinsky, sus principales asesores le sugirieron nada más y nada menos que dijera la verdad ante todo el pueblo estadounidense y el mundo; ha pasado a la posteridad como el Presidente que se atrevió a decir la verdad y se admira por eso. No siendo así, en el caso de Richard Nixon, que por el asunto Watergate, ha pasado a la historia como “Dick the liar” (Dick el mentiroso).

Decir la verdad no es gracioso ni fácil, ni siquiera conveniente en muchas ocasiones. No podemos tampoco ir por la vida diciendo nuestra verdad particular a diestra y siniestra. Simplemente podríamos tratar día a día, de respetar el ejercicio de la verdad y, en lo posible, hacer uso de él, desde el detalle simple y aparentemente insignificante, hasta ese tema delicado y trascendental. De todas formas, la verdad, de una u otra manera, siempre sale a flote.

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