En 1940 y 50, los muchachos de Barahona discutíamos sobre el béisbol cubano con tanto conocimiento como el que tuvimos después cuando comenzaron los campeonatos invernales en nuestro país.
Junto con los juegos que narraban Manolo de la Reguera, Rafael Rubí, Jess Lozada y Felo Ramírez se escuchaban importantes programas donde políticos cubanos hablaban y actuaban con absoluta libertad, mientras aquí la tiranía de Trujillo coartaba todas las libertades.
Las mamás sufrían y se angustiaban escuchando las excelentes novelas de Félix B. Caignet, entre las cuales El Derecho de Nacer y Los que no deben nacer, también fueron seguidas y escuchadas cuando las repitieron desde Colombia.
Por ahí, y por la lectura de la excelente revista Carteles seguíamos la política y la pelota, la cultura y la rica vida cubana.
Fue por la radio como nos enteramos de los discursos de Eduardo Chibás, un político cuyo discurso era un látigo permanente contra la corrupción, quien terminó suicidándose dramáticamente al final de su alocución semanal por radio: se mató por vergüenza.
La política tiene un gran componente de equilibrismo. Equilibrismo entre el bien y el mal. Equilibrismo entre la decencia y la delincuencia. Equilibrismo entre el equilibrio y la arrogancia. Equilibrismo entre honestidad y decencia, frente a la corrupción y el descaro.
En nuestros días se repiten la desfachatez y el desparpajo, la insultante exhibición de bienes adquiridos al amparo de prácticas reñidas con la moral, las buenas costumbres, las leyes, la Constitución y el respeto a los demás.
Martí lo decía con pocas y certeras palabras: cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres.
Andrés Eloy Blanco lo decía con estos versos: lo que hay que ser es mejor/y no decir que se es bueno.
Es incierto que han desaparecido las buenas costumbres y el respeto a los principios morales que son eternos, que enseñan a ser buen ciudadano, buen hijo, buen padre, buen amigo, buen jefe, buen subalterno. Nada de eso cambia. Cambian los hombres, no los principios. Aquel pensador francés dijo: los hombres pasan, las ideas no.
La mamá de Petete, un hombre acusado de descuartizar a otro en San Juan de la Maguana, se suicidó por la afrenta, la humillación, la deshonra, de quienes se burlaban de ella y la acusaban de ocultar a su hijo y embrujar a los que intentaran apresarlo.
La mamá de Petete tuvo más vergüenza que tanto político sinvergüenza y corrupto que padecemos y repito para ella la dedicatoria de Juan Ramón Jiménez en su excelsa obra Platero y yo: a la memoria de Aguedilla, la pobre loca de la calle del Sol que me mandaba moras y claveles».