La vida de pensión

La vida de pensión

POR EMIL WEINBERG
Como casi todos mis amigos coetáneos yo era residente de Santiago, la Ciudad Corazón, y carecía de parientes en la Capital, que era como la llamábamos normalmente en uno de los pocos gestos públicos de rebeldía política de quienes preferíamos ahorrarnos al menos algunas de las numerosas oportunidades cotidianas que se daban para enfatizar la omnipresencia del perínclito varón de San Cristóbal.

Dadas las restricciones ya dichas en cuanto a origen, destino y falta de parentesco de ubicación apropiada, yo al igual que tantos otros compueblanos aterricé con mi osamenta en una de las múltiples pensiones espolvoreadas a lo largo y ancho de la otrora diminuta área metropolitana, las más apetecidas a distancia caminable del claustro y las menos codiciadas a tiro de los diez cheles de un carrito de concho atiborrado de mentes sedientas de conocimiento y cuerpos fragantemente sudorosos. En esos términos mi ubicación era privilegiada, pues la pensión quedaba a no más de un par de cuadras del Hospital Marión, y por ende unas tres del edificio que albergaba la Facultad de Derecho.

Hasta ahí no más llegaba mi fortuna. En cuanto al resto, criado junto al ruedo de las faldas maternas, añoñado a más no poder, acostumbrado a que se anticiparan mis necesidades menos apremiantes y que se buscara complacer mis antojos; provisto de mi amplio espacio personal y del usufructo de cuanto quería de las pertenencias de mis padres, en la pensión capitalina yo me sentí bruscamente lanzado al fondo de un infierno de incomodidades, carencias y frustraciones.

Al depositarme allí aquella tarde de setiembre de 1955 mis padres habían hecho esfuerzos notables por mostrar su conformidad con las instalaciones, influenciados sin lugar a dudas por el hecho de que la dueña de la pensión les había sido recomendada por una de nuestras vecinas de patio, de quien era nada menos que prima hermana de madre. Pero conociéndoles, yo percibí su desencanto y su depresión frente a lo escuálido del ambiente, y ello elevó a su exponente máximo mi propia sensación de lástima por ellos y por mí.

Fue tanto lo que no podíamos decirnos que nos atropellamos para recordarnos que era importante iniciar el regreso con tiempo a fuer de evitar que la noche les sorprenda en el camino, siendo bien oscura la vieja carretera, y de pendientes algo peligrosas sobre todo en los derredores de La Cumbre. Me despedí de ellos como mejor pude, escondiendo para mi inminente soledad las lágrimas que se me aferraban al interior de la garganta, y con la mirada seguí el auto hasta que dobló la esquina de la Wenceslao Alvarez y se perdió de vista.

Recuerdo con espanto la primera noche que pasé en la minúscula habitación de muros de cartón de piedra, abiertos unas seis pulgadas en la base y unos tres pies hasta el cielo raso, inserta como el menor de cuatro espacios supuestamente habitables individualmente dentro de lo que habría sido la sala del apartamento sede de mi pensión.

Luego de consumir apenas la minúscula porción tragable de una cena paupérrima me refugié en mi celda de paredes de cartón y aire. Haciné mi limitado vestuario en el aún más reducido guardarropas que formaban dos planchas de cartón, un palo de escoba, un alambre tensado a medias y una cortina de tela sobre cuya vocación original de mantel daban fiel testimonio un par de manchas de salsa de tomate inocentes de lavado o bien ya inmunes a él.

Dejé los pocos libros que había traído conmigo en la maleta, y empujé esta a su vez debajo de la cama, desencadenando una gran nube de polvo que la más elemental limpieza hubiera obviado. Con el estuche de cuero para efectos de tocador confiscado a mi padre me encaminé hacia uno de los dos baños habilitados para uso de los pensionados, encontrándolo desocupado por uno de esos milagros que permiten que una población de 22 inquilinos sobreviva con tan solo dos recintos destinados a facilitar sus abluciones y dar atención a otras necesidades perentorias que el buen gusto hace preferible no mencionar. Luego, engalanado de pijama y bata, regresé a mi reducto, y me tendí en aquella camita endeble de bastidor de malla metálica, cruzada en diagonal por dos alambres, sobre una colchoneta de no más de pulgada y media de espesor, cundida de nudos y huecos, e impregnada de humedades residuales que ningun sol secaría.

Bajo la luz de la bombilla de 40 vatios ubicada en el cielo raso distante a unos diez pies de altura intenté por un rato leer las instrucciones mimeografiadas para el ritual del día siguiente, mediante el que se me daría acceso por primera vez a la enseñanza universitaria de la que una infinidad de vicisitudes había privado a todos los miembros conocidos de mi familia tanto paterna como materna. Pero yo me sentía más víctima que pionero, más abatido que animado, vencido antes de iniciar la lucha. Apagué la luz, y acurrucándome en el rincón formado por la cama y la pared, me dormí sujetando los sollozos que me oprimían el alma desde mi llegada.

Desperté súbitamente creyendo que ya era de día, y por un instante temblé de miedo de que se me hubiera pasado la hora para llegar a la Universidad. Pero enseguida me di cuenta de que era apenas medianoche, y que me había despertado el descomunal ronquido procedente del cubículo vecino en el que yacía inerme, salvo por sus exhalaciones estentóreas, el compañero Julio López.

Julio era puertorriqueño. Tenía unos 34 años de edad, y era veterano de la guerra de Corea. Se encontraba a mitad del camino para hacerse dentista a costillas del GI Bill o algo por el estilo, es decir, con la ayuda de un generoso subsidio que alcanzaba para mucho más que para pagar la baratísima matrícula universitaria y la mentada pensión. En efecto, la munificencia de un Tío Sam agradecido por su sacrificio castrense le permitía a Julio mantener una concentración promedio diario inferior al 85% de contenido sanguíneo en su torrente alcohólico. Unicamente así lograba Julio espantar los fantasmas de las trincheras llenas de frío, de sangre, de suciedad y de miedo a las hordas chinas que en cualquier momento podían desatarse contra el diminuto contingente de tropas estadounidenses camuflajeadas de soldados de las Naciones Unidas. Cuando llegué a conocerle mejor aprendí a apreciar la fundamental semejanza de nuestras respectivas pesadillas nacidas en polos y épocas tan diferentes. Pero en aquella primera noche de mi desvelo le maldije en silencio, hasta que el cansancio me hizo dormir de nuevo no obstante la bulla que él metía.

Julio era uno de cuatro boricuas en la pensión, todos igualmente subvencionados, aspirantes a sacamuelas, hombres ya maduros, fogueados en las lides bélicas; casados, divorciados o enviudados, presas ocasionales de delirium tremens, en la antesala de una cirrosis hepática. En contraste, los dieciocho dominicanos teníamos edades promedio de unos 20 años, y aún los de mayor experiencia entre nosotros eran meros párvulos frente a los vecinos de isla. Más de la mitad de mis compañeros, incluyendo a los boricuas, llevaban dos o más años hospedándose en la misma pensión, y únicamente otros dos compañeros y yo éramos primerizos. Los novatos seguíamos a los veteranos, pero todos aceptábamos el liderazgo boricua en las decisiones importantes, incluyendo lo concerniente a la adopción de medidas para combatir las restricciones a la libertad de movimiento y alimentación que nos pretendía imponer la dueña de pensión.

Como el más inocente y menos experimentado de todos, yo me limitaba a escuchar a los demás y a seguir los mandatos de los líderes. Sin embargo, en el momento menos esperado, en lo más complicado y peligroso de nuestras aventuras, tuve la ocasión de jugar un papel de importancia, y la presencia de ánimo para asir la oportunidad por su melena, como verá el lector paciente un poco más adelante.

La acción que me dio oportunidad para descollar tuvo lugar unos dos meses después de mi llegada, en medio de la planificación de un ataque contra la despensa provocado tanto por el consumo excesivo de alcohol como por el inadecuado de alimentos. Es de notar que la despensa permanecía bajo llave salvo cuando la propia dueña le daba acceso a la cocinera para preparar las frugales comidas con las que nos mantenía protegidos de la gordura.

De acuerdo con el plan fraguado colectivamente, pero inspirado en las enseñanzas de Julio y sus compatriotas, uno de nosotros se encargaría de robar la llave, y con ella abriríamos la despensa encubiertos por la noche, retirando y colocando a salvo un inventario modesto de comida con el que pudiésemos suplementar paulatinamente las exiguas dosis impuestas por la tacañería de la administración del establecimiento.

El disimulo ex-ante y ex-post era elemento esencial del plan ya que pretendíamos lograr un paliativo constante y continuo para nuestra hambruna. Por ello repetimos una y otra vez los unos a los otros la imperiosa necesidad de observar moderación en cuanto al volúmen del botín, y de ser pulcros en asegurarnos de que la apariencia del lugar después del atraco se asemejara al máximo a la existente previamente a la consumación de nuestro plan. Igualmente clave era el devolver la llave a su lugar sin que la dueña se percatara de su desaparición, y fue precisamente en la discusión de ese punto adonde yo encontré la oportunidad para lucirme.

Se daba el caso que uno de los pensionados, cuyo nombre me reservo para protección de los inocentes, había logrado en repetidas ocasiones tener acceso al lecho de la dueña, y aunque tanto él como ella se manejaban con discresión encomiable, el affair era del conocimiento de todos. Cualquier duda al respecto quedaba absuelta por las golosinas que con frecuencia le eran deslizadas furtivamente al compañero en cuestión; por las porciones obviamente mayores con que se le llenaba el plato en cada comida; y por otras consideraciones similares a las que éramos ajenos los demás.

Los hábiles boricuas se cebaron en esa condición de privilegio para apelar al sentido de equipo del colega, instándole a que utilizara su proximidad en aras del bienestar común haciéndose de la llave celosamente guardada por su amada. El ya había consentido, pero al último minuto yo me permití objetar ese aspecto del plan, y a la vez proponer una solución alternativa.

Quedé sorpendido cuando me dieron la palabra, y por unos segundos vacilé sin saber cómo empezar. Pero me animó el propio Julio, quien con voz paternal me instó a que dijera lo que tenía en mente, y entoces expliqué lo que me parecía obvio, y es que en caso de que se descubriera el robo de la despensa, la dueña identificaría de inmediato al autor de la desparición de la llave, perdiéndose con ello no sólo el objetivo de un acceso continuo al suministro, sino además el vínculo afectivo que nos daba una ventana a la psiquis de la señora – algo que en el futuro podía salvarnos de males mucho peores que los que hoy podíamos imaginar. Muy por el contrario, yo pensaba que era preferible que la noche del asalto a la despensa el compañero se mantuviese a distancia prudente de su concubina, a efectos de disipar cualquier duda al respecto. En cambio, yo me ofrecía – y aquí alcé la voz para lograr el máximo efecto dramático – para fabricar una ganzúa con la que nuestro acceso quedaría asegurado sin incriminar a nadie en la procura de la llave.

Debo aclarar que previamente yo me había cerciorado de la clase de cerradura común y corriente que se trataba, y estaba seguro de poderla vencer con nada más que un alambre grueso, un alicate y un martillo para doblar la punta del alambre y aplanarla. El arte me lo había enseñado mi propio padre años antes de que viniéramos a vivir a la República Dominicana, y no con ocasión de perpetrar algún estropicio, de lo que mi viejo era totalmente incapaz. Más bien mi padre fabricó aquella ganzúa de efectos para mí didácticos con el fin de poder ingresar a un cuartito para depósito de herramientas y materiales en el apartamento que acabábamos de adquirir en las afueras de Tel Aviv, dado que el vendedor se había olvidado de proporcionarnos esa llave, y resultaba sumamente inconveniente viajar de vuelta a la ciudad para obtenerla.

¡Dicho y hecho! En pocos minutos me fueron proporcinados los implementos solicitados, y en otros pocos instantes yo produje la ansiada ganzúa con un aspecto tan profesional que hasta yo quedé admirado. Subrepticiamente nos acercamos con dos compañeros a probarla en la puerta que era nuestro blanco, y logré abrirla y volverla a cerrar en un santiamén.

Esa tarde los tragos me salieron gratis, pero mucho más importantemente sentí el respeto y la admiración de todos y cada uno de mis compañeros; me dejé envolver del afecto de Julio y sus compatriotas, quienes por su edad le conferían para mí un carácter especialmente preciado. Me permití creer al menos por esa tarde que mi heroismo circunstancial, fruto de meras coincidencias, era más bien una característica de toda mi conducta; que la ganzúa no era más que una de mil cosas que yo sabía hacer y usar con destreza en momentos claves para el éxito de aventuras de gran peso y consecuencia.

A medianoche una vez más empuñé el instrumento que me diera tal fama, y de nuevo sin problema alguno abrí la puerta de la despensa. Habíamos dicho que entrarían solamente dos personas, pero la gran cantidad de tragos consumidos en la espera nos hizo olvidar ese y varios otros nobles propósitos, y en cierto momento creo que conté más de veinte personas en el acto de apear laterías de los estantes, bajar cajas de espaguettis, sacar paquetes de salchichas de la nevera, y en fin alzarse con todo lo que encontraron como si anticiparan la llegada de un ciclón. No contentos con ello, decidimos hacer uso de la cocina para preparar algunas de las viandas como es debido, y así me encontré yo friendo un montón de papas mientras otro compañero preparaba unas carnitas a la parrilla, y otro más hervía una fuente de pasta al tiempo que preparaba la correspondiente salsa en la mayor de las sartenes.

No sé cómo nos comimos todo aquello, pero la verdad es que resultó ser uno de los banquetes más suculentos que haya probado en mi vida, y terminó en un empacho colectivo aderezado por varias botellas de cerveza, ron y whiskey. Tampoco recuerdo cómo racionalizamos nuestro abandono del principio de discresión y disimulo con que tan sabiamente iniciamos los planes de asalto. Sólo sé que dejamos todo en el sitio y condición de su postrer uso, sin recoger una migaja, sin limpiar un mostrador, sin fregar un solo plato, olla o sartén. En fin, que dejamos aquello hecho una porquería, abierto de par en par, y nos fuimos a dormir cual angelitos.

Naturalmente que al día siguiente ardió Troya, pero gracias al hecho de no haber sacrificado la relación de confianza existente entre la dueña y nuestro compañero, tuvimos una especie de «trailer» de lo que se nos avecinaba, y ello nos permitió planificar nuestra reacción y respuesta. Es así que el día transcurrió en silencio, con un desayuno todavía más simbólico que el de costumbre, y un almuerzo aún más inadecuado. La dueña se quedó encerrada en su recámara durante todo el día, pero para la hora de la cena apareció vestida con elegancia poco acostumbrada, y en compañía de un caballero a quien yo no había conocido, pero quién al parecer era el verdadero dueño del apartamento y de la pensión, siendo la señora nada más que su empleada de confianza.

Acto seguido Don Carlos, que es cómo dijo llamarse, tomó la palabra para increparnos por el atraco que él calificó de «vandalismo comunistoide», procurando asegurarse así de tener de su lado el factor político tan clavemente importante en la época. Todos le escuchamos con atención sin alzar los ojos, y evitando mirarnos de costado unos a otros. Después de concluír sus vituperaciones, empezó a interrogarnos uno por uno, demandando saber en detalle el papel que cada quién había desempeñado. Por acuerdo previo, todos admitimos haber comido, pero todos negamos haber sido los incursionadores o cocineros. Con ello logramos que don Carlos montara en cólera, y nos llamara de nuevo «vándalos comunistas, que no respetan la propieda privada y quieren repartirse lo que no es de ellos.»

Fue en ese instante que se levantó Julio, y desde la cumbre de su estatura de 6’ 6″, con la potencia de un tórax proporcional a sus 320 libras de peso, habló con voz aprendida en los cuarteles, diciendo: «¡Un momento, señor! ¡Ni yo ni mis compatriotas aquí arriesgamos nuestras vidas enfrentanándonos al monstruo comunista para que venga un pendejo, comemierda, que se ha pasado la vida protegido por el Generalísimo Trujillo, a ponerse una bandera anticomunista que no se ha ganado y nos eche vainas a nosotros! ¡Mañana mismo voy a ir personalmente a la Embajada a quejármele al Agregado Naval, porque para que usted lo sepa, yo soy Teniente Retirado de la Marina de Guerra de los Estados Unidos; y ese señor ahí es Capitán Retirado del Ejército; y aquellos otros dos son Tenientes Retirados de los Marines. Y nos vamos a quejar del trato que usted nos ha dado, y a pedir que nuestra queja llegue al más alto nivel del Gobierno Dominicano, de ser posible a oídos del propio Generalísimo Trujillo, quien siempre ha sido tan amigo y consecuente con sus vecinos estadounidenses!»

A don Carlos se le cayó la cara, y empezó a balbucear una serie de excusas y explicaciones que no hacían sentido alguno. Primero quiso exceptuar a los puertorriqueños de sus comentarios, diciendo que se refería exclusivamente a los criollos, pero al ver que Julio se levantaba de nuevo, dijo que tampoco era para tanto así, pues únicamente había calificado de esa manera a los desconocidos que habían violado la cerradura.

Entonces Julio, ahora agachádose un tanto, hablando no en el tono del «mal policía» sino en el del «policía bueno», y llamándole «don Carlos», le invitó a escuchar las quejas que todos teníamos por la forma ruin y miserable con que nos alimentaba la presunta dueña. La noche se nos fue detallándole el menú tan limitado y las porciones tan diminutas que se nos ofrecían a modo de alimentación, pasando luego a mostrarle el estado general de desaseo y miseria que imperaba. Para cuando terminamos habíamos repasado minuciosamente las finanzas del negocio, y le habíamos demostrado a don Carlos que por algún lado -no queríamos acusar a nadie – se estaban esfumando un montón de pesos que ni iban a darnos de comer a los pensionados, ni tampoco paraban en los bolsillos de él. Nos separamos de don Carlos con abrazos y apretones de manos, prometiendo olvidar las palabras acaloradamente dichas sin pensar, y las correspondientes quejas ante misiones diplomáticas.

A partir de ese día y por varios meses mejoró la calidad y la cantidad de la comida servida en la pensión. La presencia de la reputada dueña se hizo menos conspicua, pues ella pasaba la mayor parte del tiempo visitando amigas y parientes, y dejaba a la cocinera a cargo de los detalles. Animado por mi éxito social como abridor de puertas y fortalecido con algo más de comida, yo logré concluír con las mejores notas mi primer año de estudios universitarios no obstante las múltiples distracciones que disponían a mi paso los compañeros de pensión y de aventuras.

Como tantas otras curaciones providenciales, la mejoría de la pensión fue transitoria, y gradualmente las malas costumbres volvieron a imperar. El año siguiente yo me fuí a otra pensión, y otro tanto hizo la gran mayoría de mis ex-compañeros. Nunca volví a saber de Julio López, pero una vez soñé que nos volvimos a encontrar él y yo, de nuevo luchando hombro con hombro contra la injusticia y la tiranía. Para él nuestros adversarios tenían rostros asiáticos y se abanderaban con la estrella roja, en tanto que para mí tenían las caras de semidioses rubios y portaban estandartes con la cruz gamada. ¡No importa! Peleamos juntos, yo con una enorme ganzúa en ristre, él blandiendo a guisa de mazo una botella gigantesca de Brugal Añejo.

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Emil Weinberg
Winter Park, Florida
Abril 12 del 2005

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