Es probable que haya leído más de un artículo o columna con el título precedente, pero no podía etiquetar los comentarios de hoy de otro modo.
Desde mucho antes de Balaguer embarcarse en el programa habitacional de su primer período hacia finales de 1966 ya la capital dominicana contaba con edificios de viviendas colectivas.
Me refiero a construcciones verticales que alojaban entre cuatro a seis familias. Y eran viejos, para entonces, los edificios comerciales tradicionales de El Conde y zonas aledañas (Baquero, Copello, Jaar, etc.).
La expansión horizontal y vertical de Santo Domingo acarreó interesantes innovaciones en materia urbanística, que no es el objetivo principal de esta entrega.
Ante la necesidad de aprovechar los espacios y dar un toque de modernidad a la ciudad, el condominio fue rápidamente haciéndose indispensable y popular.
Vivir en apartamentos, de primera o segunda categoría; en zona exclusiva o no, se hizo más que necesaria no sólo en la capital, sino también en otras importantes ciudades.
La masificación del condominio ha arrastrado también problemas de convivencia.
Propietarios o inquilinos de este tipo de alojamiento no se han acostumbrado a las normas que rigen el estilo de vida en comunidad, sobre todo en lo que tiene que ver con el respeto a los espacios comunes (parqueos, escaleras, azoteas).
Como consecuencia de ello, son frecuentes las fricciones por las imprudencias de tener animales conviviendo con seres humanos, o irrespetar áreas de estacionamiento previamente asignadas por promotores y constructores.