La vida eterna de Savater

La vida eterna de Savater

SERGIO SARITA VALDEZ
Nadar contra corriente, eso es lo que hace el salmón hembra sacrificando su vida a fin de lograr reproducirse en miles de hijos e hijas. Nace en las aguas de los ríos y de inmediato emigra al mar en donde se hace adulto. Cuando ocurre el apareamiento y surge la necesidad de multiplicarse transita infinidad de kilómetros para retornar contracorriente al agua dulce, depositando sus huevos embrionados antes de morir.

Nadar contra corriente es lo que ha hecho Fernando Savater al entregarnos su osado, valiente, reflexivo y estimulante libro La vida eterna. Se requiere estar dotado de una armadura de guerrero indómito para atreverse, desde territorio español, a defender el laicismo y reforzar su posición crítica en relación a la separación de los roles del Estado versus la Iglesia. Sostener puntos de vista de minoría ante una mayoría fanatizada demanda de un temple de acero y un desconocimiento total de la palabra miedo.

El segundo capítulo de la obra filosófica se titula Autopsia de la inmortalidad. Acotando a Antonio Machado en la introducción reseña: «Hoy sé que no eres tú quien yo creía; / mas te quiero mirar y agradecerte/ lo mucho que me hiciste compañía/ con tu frío desdén. / Quiso la muerte / sonreír a Martín y no sabía». Dice Savater: «Ante el cadáver se reza, se implora, se cuentan leyendas, se realizan sortilegios funerarios. Nadie parece pensar en la muerte -sobre todo en la suya propia  con perfecta naturalidad… Según parece, venimos al mundo de modo armónico y natural pero salimos de él con escándalo y protesta, como víctimas de algún tipo indebido de agresión. Damos por hecho que nos corresponde vivir pero nos cuesta mucho esfuerzo mítico reconciliarnos con la muerte».

Más adelante continúa el autor de Ética para Amador: «El cadáver del prójimo (sobre todo cuando se trata de alguien realmente «próximo» a nosotros, un pariente o amigo) es una presencia embarazosa en grado sumo, desconsoladora y repelente a la par, que siempre parece incluir algo acusatorio, incluso un punto de amenaza. De ahí que históricamente se hayan intentado todo tipo de estrategias para desembarazarnos de ese enigmático residuo, mostrándole respeto y afecto pero también asegurándonos de su desaparición de escena y conjurando la posibilidad de su indeseable retorno… Lo peor de los muertos es que, aún ya muertos ¡siguen pareciéndose tanto a los vivos! Nos duelen después de la muerte, como el miembro amputado sigue molestando tras su ausencia a quien lo perdió. Por otra parte, los que fueron temidos y obedecidos durante su vida son luego públicamente ridiculizados por sus vasallos, que pisotean su legado; los artistas poco valorados se convierten en apreciadísimos «inmortales» después de muertos; los miembros más rehuidos de cada familia o cada tertulia, una vez fallecidos, son añorados como parangones de la mejor compañía… Etc. En general, se habla bien de los muertos pero entre otras cosas para ocultar lo indeseable ¡lo insoportable!  de su regreso».

Citando a Sigmund Freud transcribe el progenitor de El jardín de las dudas: «La muerte propia es, desde luego, inimaginable y cuantas veces lo intentamos podemos comprobar que seguimos siendo en ello meros espectadores. Así, la escuela psicoanalítica ha podido arriesgar el aserto de que, en el fondo nadie cree en su propia muerte o, lo que es lo mismo, que en lo inconsciente todos nosotros estamos convencidos de nuestra inmortalidad».

Se adentra en la temática de muerte el padre de Política para Amador aseverando esta vez: «Que el ser humano es mortal, que las generaciones de los hombres pasan como las hojas caducas de los árboles  por repetir la metáfora homérica  y que nadie puede salir de este mundo ni permanecer indefinidamente en él son conclusiones claras y demostrables de las premisas que nuestra experiencia establece y que confirman sin lugar a dudas… ¡No puedo creer que haya muerto Fulano o Mengana!, proclamamos con frecuencia: pero lo creemos, vaya que si lo creemos. En cierto sentido nos lo temíamos, lo veíamos venir. En cambio, aunque aseguremos a quien nos quiera escuchar que desdichadamente nosotros también vamos a morir y que dentro de cien años estaremos tan calvos como cualquiera de los otros contemporáneos… por dentro nos sigue aliviando de angustia, la inconfesable duda: ¿será posible que yo también… como los demás?»

Cree Savater al igual que Spinoza, uno de sus maestros, que «el hombre libre  – el ser racional – puede «saberse y experimentarse eterno» pese a su incontrovertible mortalidad, fruto como por él sabemos del inevitable mal encuentro con lo que nos elimina, que todos los seres antes y después debemos sufrir. Interpretando a mi modo este dictamen, que tanta ilustre ha hecho correr, pienso que esa eternidad es la de quien ha existido una vez, por fugazmente que sea: el presente de su vida no lo podrá borrar ni la inexistencia pasada ni la aniquilación del porvenir. La vida es transitoria, pero quien ha vivido, vivió para siempre».

La lectura pausada de La vida eterna nos aporta un excelente nutriente para nuestros vapuleados cerebros sumergidos hoy en una atmósfera reductora y asfixiante, pero que, sin embargo, son merecedores de esta buena oxigenación y aporte de glucosa que nos llena de sana energía, al tiempo de ayudarnos a endulzar esta humeante realidad existencial.

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