La vida sexual

La vida sexual

COSETTE ALVAREZ
Son muchos los hábitos, particularmente los que crean adicciones, que han pasado de prohibidos a permitidos, como el consumo de las bebidas alcohólicas, y también de permitidos a prohibidos o al menos desaconsejados, como el consumo del tabaco. Los seres humanos vivimos en un eterno conflicto entre nuestra conservación y nuestra destrucción, y eso ha llegado a los más altos niveles de la ciencia, teniendo, como tenemos, tantos medicamentos que nos deberían curar de un mal, pero lo único seguro es que nos generan varios males que no teníamos antes de usarlos.

Lo mismo pasa con los alimentos. Cambian de categoría entre sanos y nocivos, no hablemos de las interminables listas de los que engordan o no engordan, los que aumentan el colesterol y los que no, etcétera. En el plano de la adicción a elegir y ser elegidos para puestos de poder, las secuencias serían como para morirse de risa, a no ser por la estela de tragedias que dejan. Si seguimos por ahí, podríamos llenar, no digo yo páginas, todo el espacio virtual, que se reputa de infinito.

Sin embargo, con todo y las diferentes modas, la vida sexual sigue siendo un saco de sorpresas, cual de todas más desagradables. Se podría pensar que los tantos comportamientos aberrantes en los humanos en términos de su sexualidad se deban a que ha sido y es tema tabú, pero resulta que esos comportamientos demasiadas veces proceden de personas que no tienen obstáculos para ejercer una vida sexual que ellos mismos considerarían normal.

Por ejemplo, no son pocos los hombres ni son pocas las mujeres que, contando con la bendición de la iglesia o la legalidad de un contrato matrimonial firmado en presencia de testigos, es decir, siendo libres de toda libertad para tener sexo cada vez que quieran, agraden, abusan, violan sexualmente a sus propios hijos e hijas y a cualquier otro menor que les pase por el lado. Aquí, las infidelidades entre adultos, que han logrado el inexplicable lugar de justificación a tantos crímenes pasionales, vienen quedando como un chiste.

La vida sexual de las personas se ha convertido en asunto de instituciones, pero no para resolver nada, ni para aportar nada a la superación de los retorcimientos que no serían importantes si no afectaran a terceros, sino para ver pajas en todos los ojos ajenos, para mantener lobos disfrazados de corderos, en fin, para todo lo que no es. Si hay un aspecto del ser humano en el que se puede decir con propiedad que debajo de cualquier yagua sale tremendo alacrán, es el lado oscuro de su sexualidad.

Con todo respeto, señor cardenal, creo que los escándalos sexuales de su iglesia no se resuelven excluyendo a los aspirantes a curas o a monjas que parezcan homosexuales a los ojos de un o una semejante. De esa iglesia surgió la sentencia que dice “no juzguéis y no seréis juzgados”. Por el hecho de que una persona le parezca homosexual o lo que sea a otra, no quiere decir que lo sea. Y usted y yo conocemos a más de un religioso homosexual que ha ascendido en la jerarquía de la iglesia. Dentro y fuera de ella, sabemos de muchísimos “pájaros” incapaces de ejercer, mucho menos de abusar, así como de otros tantos heterosexuales que no parecen, pero son abusadores de menores y de indefensos en general.

En los escándalos de perversión y abuso de menores la preferencia sexual ha trascendido los límites de la homosexualidad versus heterosexualidad. Además, a la hora de una violación, la preferencia sexual viene quedando en el último lugar, el mismo lugar en que debería quedar la jerarquía de los violadores para incluirlos en las investigaciones, en vez de poner tierra, agua, aire y fuego de por medio.

Ni siquiera cuenta que eso ocurra en el seno de la iglesia, sino que aparezca y se exorcice el demonio que lleva a los adultos a abusar de los menores. De todos es sabido que demasiados religiosos y religiosas llevan una vida sexual igual y hasta más envidiable que la de muchos laicos, exceptuando el feliz ingrediente de una ilusión de discreción y faltando a su propios votos de castidad, cosa que a nadie le importa, partiendo de que, según la doctrina cristiana, la salvación es individual y de que nadie tiene por qué sufrir con lo que otro goza, eso sí, siempre y cuando ese gozo no afecte a terceros, mucho menos si esos terceros son menores o indefensos por cualquier otro motivo.

Déjenme insertar aquí que, ahora que lo pienso, me asusta el desinteresado interés de la iglesia por los asuntos nacionales, teniendo tantos problemas en su propio seno.

Como se planteaba en Diario Libre hace unas semanas en relación a otro caso, cuando hablamos de la prostitución infantil, mencionamos a los “empresarios”, a la “mercancía”, pero nadie señala a una parte clave de este mortal negocio: el cliente. Sin restarle ni un ápice a su responsabilidad, ¿quién puede creer que en un albergue infantil, las personas a cargo –empleaditos mal pagados– iban a sacar de ahí a esos menores, a “prestarlos” para que abusaran de ellos, por decisión propia? Por agresores que ellos mismos sean, no se atreverían si tuvieran por encima una autoridad celosa, con criterio, con un grado mínimo de sanidad espiritual o, mejor, de eso que la iglesia llama temor a Dios.

¿Qué puede haber en la mente, en el corazón, en el espíritu de un ser humano que sienta placer sexual forzando actos absolutamente involuntarios a la otra parte, abusando de criaturas inocentes que está obligado a proteger, a orientar, a educar, a darles ejemplo? ¿Con qué resarce a la sociedad un/a dañador/a de “los hombres y las mujeres del mañana”? ¿Qué podemos esperar de esos seres que aprendieron demasiado temprano que no importan a nadie, cuando encima el aprendizaje les vino directa y brutalmente de figuras que representan autoridad? ¡Y el Estado mismo les enseña que sus verdugos son intocables!

Completemos la lista y repartamos responsabilidades de los males que nos afectan, y de plano descartemos la falta de catecismo y de limosnas. Ahora los dejo, antes de que un fanático me linche.

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