El maravilloso fenómeno de la vida tiene como objetivo y razón la supervivencia de la especie. Quien vive, sólo es su medio de proyección. Entre los humanos, la lucha por la vida, de intensidad cada vez mayor, tiene como fin fortalecer en quienes la sobreviven a nuestra especie, entrenándola para más épicas jornadas y triunfos, de los que dependerá su vida misma en lo más adverso de sus perspectivas.
La supervivencia de la especie por vía de la procreación, más el construir las condiciones psico-sociales, ambientales y económicas que aseguren en las actuales y en las nuevas generaciones el legado de esa lucha por la selección, son nuestro único destino.
Ese destino nos involucra en un proceso destructivo-constructivo, continuo y vigorizador, que fiel al mito del Ave Fénix, nos permite remontar sobre calamidades, catástrofes y tragedias, las que aunque indeseadas nos arrojan a todas las luchas, a cualquier precio menor al de nuestra extinción como especie. El culto por la supervivencia es nuestra real religión, nuestra fe, la especie en su conjunto es nuestro dios.
El sentimiento de honor, de honor, de dignidad personal, más los gestos auto valorativos que acompañan a las personas que luchan sinceramente por un ideal humanitario, por los que se disponen a luchar y a caer de pie si hay que caer enarbolando las causas, nacen de ese impulso instintivo fundamental contra lo adverso a la vida. Es lo más natural. El impulso compasivo hacia quienes sufren más, tiene el mismo origen.
Las luchas que asumimos en la cotidianidad y las personas de bajísima escala, más las sociales y de la humanidad, de mediana o de alta intensidad, marcan el pulso con el cual latimos sobre la tierra, útil para contrarrestar hasta vencer resistiendo los peligros individuales y colectivos, que de época en época nos amenazan, de lo que depende nuestro renacimiento.
Cuando no existen estos riesgos, entonces esta lucha es por aprovechar las condiciones del renacimiento para crecer con las potencialidades logradas.
¿Es acaso la vida sólo luchar? La vida es lucha y compensación gratificadora, además es satisfacción. Konrad Lorenz y muchos otros como el, han estudiado comparativamente las conductas de múltiples especies sociales -más fuertes por esta condición- y han encontrado un rango alto de actitudes comunes, determinadas por el impulso vital que en cada una de ellas se han ritualizado y sacramentalizado en ceremoniales que nos pautan. Entre éstas existe el denominado «Grito de Triunfo» de las parejas y colectivos, nunca el individuo solitario, débil y estéril, no porque no porte fecundidad, sino porque carece de vínculos por los cuales canalizarla y depositarla, para potencializarla en el núcleo de su especie y su destino.
El solitario (a) se disminuye y arriesga la especie, pierde autoestima y automotivación, confunde su rol esencial, le atormenta la pregunta ¿para qué existo?, se desvía. Igual ocurre con la valorización de los demás hacia él, porque se percibe la pérdida de una línea genética, o una degeneración, este sujeto no es un competidor(a). Recriminamos a los «jamones» o «jamonas», admiramos y protegemos a las parejas sanas y bellas que se atraen, en cuya fecundidad nos proyectamos como especie, nos hacemos sus cómplices, porque se ligan al futuro de la especie y a la sociedad estructurada para ese fin.
¿Qué es ese «Grito de Triunfo» que hemos citado? Es ese alborozo, ese regocijo íntimo que sentimos y que compartimos con los socios más cercanos tras de un éxito reafirmador dentro de la competencia por la selectividad o por sus resultados; o cuando sencillamente disfrutamos de lo bellos y lo bueno del mundo, teniendo con quienes compartirlo y a quienes dedicarlo, especialmente pareja e hijos, etc. Por minúsculos que esos éxitos sean, nos dan empuje, porque pertenecen a ese proceso que premia al mejor -no al más fuerte- en toda circunstancia.
La pulsión de esa lucha competitiva en los momentos cruciales de la humanidad la divide. Sus partes acumularán entusiasmos conservadores y/o revolucionarios y organizarán las fuerzas para el choque estelar de su torneo máximo, el del poder, con el que se impondrá la naturaleza de las decisiones que en toda escala y ámbito afectarán las relaciones humanas de cada determinado período, dejando establecida la autoridad, no necesariamente legítima, cuestión muy secundaria como ocurre en la actualidad, donde la práctica del macropoder hace la ley y ante quien como especie debemos reaccionar optando entre rendírnosles, vendérnosles o resistirles para un nuevo renacimiento, forjando un modelo humanamente superior alternativo.