Debido al incremento de la violencia delictiva y los atracos a mano armada en las calles, pese al ingente esfuerzo de vigilancia y prevención de las autoridades, con frecuencia la gente refiere los escalofriantes relatos de algún amigo o conocido que fue víctima de maleantes que se desplazan en motores.
En realidad son versiones verdaderamente sobrecogedoras por el peligro de muerte que entrañan hechos de este tipo que, en no pocas ocasiones, terminan en irremediables tragedias. Pero los testimonios, por más descriptivos y detallados que sean, no permiten ofrecer una cabal magnitud del riesgo y trastorno sufridos. Sólo cuando uno ha sido el blanco escogido por estos antisociales se está en capacidad de sentir el impacto emocional y el trauma, más allá del perjuicio que representa el despojo repentino de dinero, pertenencias personales y otros objetos de valor.
En mi caso particular fueron apenas unos instantes, pero parecieron una eternidad infernal por irrupción de un asaltante que, pistola en mano, penetró al vehículo donde estaba junto a mi hija Melissa, a quien acababa de recoger en la calle Gaspar Polanco, en el sector de Bella Vista de Santo Domingo.
El atracador me advertía una y otra vez que si hacía algún movimiento para tratar de enfrentarlo sabía lo que podría ocurrirme, en una clara amenaza de que estaba dispuesto a disparar el arma con la que me apuntaba. Quizás sólo alardeaba o tal vez tenía una pistola de juguete llena de cemento para darle peso, pero era mejor no averiguarlo en ese momento crucial, porque de haberlo hecho el desenlace pudo ser fatal. Se trataba de un trance de vida o muerte y lo mejor que hice fue no ofrecer la menor resistencia y entregar cuanto me pedía. La vida mía y de mi hija estaba en sus manos y nosotros, indefensos e impotentes, sólo queríamos que esto acabara pronto y sin consecuencias mayores.
Uno de los momentos más inquietantes y dolorosos fue cuando temí por la seguridad de Melissa al maleante dirigirse a ella y decirle, en tono de baladrón, que si estaba nerviosa, lo que interpreté luego como un estudiado acto de intimidación, ya que de inmediato comenzó a quitarle un bulto y a reclamarle la entrega de un anillo que afortunadamente había dejado en su cuarto.
Sin embargo, a posteriori uno no deja de reprocharse la inacción, aunque parientes y amigos enterados de la agresión coincidieron luego en que fue una actitud sensata que nos permitió salir indemnes. Los antecedentes conocidos de circunstancias similares por la que han atravesado otros ciudadanos indican claramente que estos facinerosos cumplen sus amenazas sin vacilación alguna porque están entrenados para asesinar en sus andanzas criminales y de pillaje. Las armas que utilizan generalmente las han obtenido en otros asaltos en los que han matado a comerciantes, agentes y oficiales policiales y militares.
Estamos ante un problema de inseguridad y degradación social difícil de enfrentar porque tiene muchas aristas y pocas son encaradas con la efectividad debida, principalmente en el seno de familias falta orientación y control sobre hijos que, carentes de pautas y de seguimiento, son presas de la delincuencia juvenil.
Las personas honestas y trabajadores que son asaltadas prefieren no colaborar para la identificación, búsqueda y captura de sus agresores porque en los tribunales, por miedo o irresponsabilidad y el apoyo de un Código Procesal “garantista”, las víctimas de las tropelías están desprotegidas, pues se ven expuestas a represalias y persecuciones de parte de amigos y parientes de los imputados si son enviados a prisión.