La virgen de los relojes

La virgen de los relojes

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Ladislao caminó detrás de Lidia mirando a ambos lados de la nave central de la iglesia; había subido rápidamente la escalinata que conducía a la puerta del santuario; hacer ese esfuerzo le acortó el resuello. Al entrar, el húngaro llevaba la boca abierta por la sofocación y por el asombro. A sólo media hora de Santiago existía el templo más raro del mundo.

Erigida sobre una loma solitaria, en la «que en otro tiempo» hubo una explotación minera, la iglesia exhibía una cúpula tradicional, una linterna con ventanas jimaguas, un reloj con números romanos. Desde antes de llegar podía apreciarse que era una edificación mestiza, combinación arbitraria de diversos estilos arquitectónicos. Adornos superpuestos completaban los abigarrados remiendos.

Pero aquella decoración profusa no resultaba desagradable. El lugar despedía radiaciones de energía confortadora y tranquilizante. Los arcos estaban pintados de blanco; las columnas grises terminaban en basamentos terrosos con vetas rosadas. En lo que Ladislao se detenía a contemplar la bóveda de cañón, Lidia corrió hacia el retablo de la Virgen y se arrodilló en el primer peldaño del altar. Ladislao se sentó en uno de los bancos delanteros, a cierta distancia de Lidia; podía verle la espalda, las piernas, los zapatos.   ¿De dónde procede la energía apaciguadora? ¿De las luces tetraédricas de los costados del altar? ¿Del manto de oro de la virgen? ¿Entra a través de los reflejos de las vidrieras? ¿Es un fenómeno óptico? ¿Una artimaña de la luz? Todas estas preguntas acudían a la cabeza de Ladislao.

Vió que tanto la Virgen como el Niño Jesús estaban coronados. Alguien preguntó detrás del húngaro:   – ¿Cuántas personas habrán rezado aquí en los últimos treinta años? Ladislao pensó entonces en su madre cuando le llevaba a visitar la catedral de San Esteban rey, siendo un niño, y él preguntaba: –   ¿de qué te sirve permanecer aquí casi una hora contemplando un santo de piedra? Recordó también la respuesta de su madre: «pongo en orden mis pensamientos y proyectos; pido a Dios que no mueran más jóvenes por causa de la política; me nutro de la firmeza del puño de San Esteban para resolver mis asuntos».

En una mesa cerca del púlpito había una cesta de estampas a colores de la Virgen; oraciones, novenarios, postales, formaban pequeñas pilas sobre la mesa. Ladislao leyó un rótulo que decía: Oración a la Mambisa. A su derecha una negra muy gorda sostenía un florero con girasoles. El piso del altar aguantaba el peso de tres enormes jarrones barrocos de porcelana. El del centro, de salientes asas dentadas, con la boca en forma de corola, tenía en el frente una pareja vestida a la usanza del siglo XVIII. Los personajes de la pareja se tocaban las manos al entregar el varón un ramillete de flores. Lidia permanecía arrodillada, con los ojos clavados en el rostro de la patrona; parecía no percibir a las personas y a los objetos que la rodeaban. Ante una pared lateral se arremolinaba una multitud de fieles. Ladislao se levantó del banco para acercarse a mirar. Centenares de ex votos de plata y de oro forraban el muro; cientos de relojes de pulsera colgaban, como si fuesen ofrendas ¡Es la Virgen de los Relojes! exclamó Ladislao sin poder contenerse. –   ¡No diga eso, señor! ¿Es extranjero usted? La mujer que hablaba tendría unos cuarenta años; cargaba un niño con cara de enfermo. –   Mire usted, esos relojes los ofrecieron los que regresaron vivos de la guerra en Angola. También los hay que son colocados por las madres de soldados muertos. Dan el reloj para que se salve otro hijo, hermano del que ha muerto. Las madres son así. Creen que la vida y el tiempo andan juntos.

Lidia se incorporó, buscó a Ladislao en los alrededores y no pudo encontrarlo. –   ¿Dónde estará? Ah, ya le veo la cabeza. La señora con el niño cargado saludó cordialmente a Lidia desde que ella se aproximó a Ladislao. –   ¿Usted si es cubana, verdad? Dígale al señor lo que son las promesas; tengo que llevar el niño en este momento.   Las personas enfermas piden a Cachita que les cure una pierna, un brazo, un ojo. Los ex   votos tienen la forma del lugar del cuerpo que desean sanar. No te rías si ves ex   votos con el aspecto de órganos sexuales. Muchas parejas quieren tener hijos y no los pueden concebir por alguna enfermedad.

Agarrada del brazo de Ladislao Lidia recorrió la iglesia. –   Oye, Caracuadrada, te he dicho que la madre del Comandante Fidel puso aquí una medalla con el perfil de su hijo; ella dió las gracias a la Virgen cuando el Comandante salvó la vida después del asalto al cuartel Moncada. Está prendida en el mismo manto; no la podemos ver nosotros. Se confunde el brillo del manto con el brillo de la medalla. Es oro sobre oro.

–   ¿Viste ese jarrón del altar? –   No; ¿cuál jarrón? –   El del medio, el del medio, fíjate bien; ahí estamos retratados tu y yo; es lo mismo que dijo el babalao: que seríamos felices juntos por largo tiempo, como se dice en el salmo de David. Lo único que falta es que termines tu trabajo con bien en esa notaría. No caigas en trampas de disidentes; no cojas en tu mano ningún libro sin saber lo que tiene adentro. ¿Viste esa estatua que esta ahí afuera? Ese es el padre Ascanio, el que ayudó a liberar a los esclavos de las minas de cobre. Tiene el mismo nombre que el marido de la francesa de las «Memorias». Tendrás suerte, Ladislao; ¡Te lo digo yo! Santiago de Cuba, 1993.

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