La virtud está en el término medio

La virtud está en el término medio

En mi caso personal, hay cosas a las que me gusta ponerle unas gotas de jugo de limón y cosas a las que nunca se me ocurriría echárselo.

Entre las primeras, las ostras; antes de que mi cuerpo generase una lamentable incompatibilidad con este delicioso bivalvo, yo regaba cada ostra con dos o tres gotas de limón.

Para mí, ese toque subrayaba los sabores yodados del molusco, acentuaba su frescura; sí: las ostras, con un punto de limón, y nada más.

O las almejas “al natural”, en las que el limón produce parecido efecto… y permite cerciorarse de que están, como debe ser, vivas.

En cuanto a berberechos o mejillones que se han abierto al calor, allá cada cual; creo que el limón no aporta gran cosa, pero tampoco molesta tanto.

Con lo que no puedo estar de acuerdo es con la costumbre madrileña de servir las nécoras ya abiertas -bien es verdad que la operación es dificultosa y requiere práctica, paciencia y perseverancia- con unos cuartos de limón: aquí el cítrico es una agresión.

En cuanto a los pescados… mejor no, aunque yo tengo una manía propia con el lenguado a la plancha: me como la parte de arriba tal cual, pero acidulo con unas gotas de limón la de abajo. Ya digo que no deja de ser una manía, casi un rito, que no es para nada extrapolable.

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Respecto a las carnes…

El escalope a la vienesa -wienerschnitzel- se decora con una rodaja pelada de limón.

Como decoración, me vale; pero echarle  jugo de limón a un filete empanado tiene como primera consecuencia humedecer esa costra externa, que debe ser deliciosamente crujiente, y convertirla en una cosa blanducha y mucho menos agradable. O sea que, por esta vez, no damos doctrina: usen el limón a su gusto, y no lo usen si les disgusta.

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