Ciento sesenta siete votos contra treinta y dos es una diferencia considerable que en nada puede rotularse de pírrica. Las cifras cuantifican el resultado en la Asamblea Revisora de la deliberación del artículo 30 del proyecto de reforma (y 33 del anteproyecto de la Comisión). El tema: el derecho a la vida.
Más allá del encono o satisfacción que haya provocado la decisión, la votación expresa un estado de situación sobre un aspecto controversial y complejo muy añejo y muy actual en todas las latitudes y países.
Ciertamente, los números no son los que determinan la razonabilidad, la conveniencia o la sabiduría en la dilucidación de cualquier asunto, pero sí son el elemento esencial para la aprobación o rechazo de decisiones vinculantes en sociedades democráticas, sin reparar en su grado de desarrollo.
Para unos la decisión representa un retroceso; para otros un progreso. No parece que sea un retroceso: las cosas quedan igual a como están y la interrupción del estado de gravidez es ilegal y seguirá siéndolo. Y lo que se mantiene igual, obviamente, ni es avance ni reversa.
Sin embargo, constitucionalmente sí podría considerarse que lo es: la Constitución actual (1966-1994-2002) no cierra de manera tan absoluta la posibilidad de que por ley se dictaminen excepciones atendibles a la regla. Si lo aprobado de reciente llega a puerto y se convierte en definitivo (desde la concepción hasta la muerte) se habría abortado cualquier cambio en el porvenir. Se requerirá una más potente voluntad política para abrir nuevamente las puertas.
Si nos dejamos llevar por las calificaciones que se han dado al voto, en la mayoría y la minoría, este ha sido producto del miedo. Los que dijeron SI lo habrían hecho por la presión política de la Iglesia, nada despreciable en nuestra sociedad.
Los que votaron NO, lo habrían hecho por miedo a los que abogan por la liberalización. No me parece que el miedo sea la correcta y útil perspectiva para la lectura de la decisión.
La dilucidación de la votación es necesaria, aunque se lancen rayos y centellas a la clase política y su derivado parlamentario. La que nos gastamos es por la sociedad y su cultura que le da espacio, la importantiza, y secretamente la ama y la busca. De lo contrario hubiese otra distinta.
En ambas partes hay posiciones de principio que son atendibles, en sus lógicas recíprocas. El asunto es controversial. Para la Iglesia es cuestión de fe y dogma y, por tanto, no discutible. Para el otro, es asunto de razón, de realidades sociales crudas y de convicciones de libertad y dignidad.
La votación expresa que estamos lejos aún que se imponga una secularizada al gran problema del aborto. Abogar por ella toma tiempo y requiere paciencia. El uso de la razón y el buen tino no es una condición natural. Hay que promoverla.
La discusión ha sido positiva pues ha importantizado la cuestión, y más personas se han ido incorporando. Sin embargo fue demasiado corta. Y por ello ha de seguir. Pero a nada conducen los enconos, las descalificaciones ni las etiquetaciones. Para cambiar el presente estado de situación hay que expandir conciencia y sensibilización.
Y es posible: en el Medioevo a los que buscaban remedios en las plantas, los quemaban por brujería.