La voz del pueblo

La voz del pueblo

Es la mía, la voz del silencio de aquellos que callan esperando volver a crecer y a confiar para actuar. Especialmente, es la de quienes luego de transitar en filas por décadas en las luchas por democratizar al país, sin dejar de animar el proceso, optamos por renunciar a la metodología ineficaz o a la ambigüedad de las organizaciones, caídas por su incongruencia moral y el natural distanciamiento del pueblo, que condujeron al descreimiento social que desarmó al país de entusiasmo participativo, para banquete del espanto, la corrupción, del despotismo, y de la grave degeneración política que exhibe la vida nacional en sus cuatro costados y en su centro.

Ante lo que nos sucede, la nación hierve de indignación, pero es impotente, porque no se ha constituido una oposición dirigente. El despotismo local e internacional servido por los tres partidos, cada uno con su forma, como el tinte de sus colores; son responsables de la situación en las que nos encontramos vendidos en conjunto como un solo paquete dentro del cual estamos todos los sectores sociales y económicos, excepción de los que con el poder quieren retenerlo a cualquier precio, o si fuera de el, quieren volver a fin de usarlo como los actuales, para la formación de una nueva clase dirigente al servicio de la dominación imperial global, para lo que los actuales incumbentes están desnaturalizando o forzando la institucionalidad para adecuarla a sus fines o buscarle legitimidad a sus actuaciones.

En medio del caos y del descalabro económico programado que ejecuta el actual gobierno, dirigido a crear las condiciones que faciliten introducir en el país el régimen de la economía, de las políticas y de las instituciones de autoridad y violencia del poder global, presentes ya en toda instancia del Estado; ocurre, que por esa ausencia de oposición, la ira en la que hierve la nación, además de impotente está presa, no tiene cauce, objetivo común ni adecuada dirección. Es así, aunque algunas minorías, abanderándose de justas causas, articulan acciones de superficie con la prisa del vanguardismo abortador, de quienes solo, no pueden abarcar la amplitud de las corrientes en la que se expresa la voluntad nacional, ni hacer trascender en conquistas las luchas que sólo sacian el sectarismo. Ocurre lo mismo con las organizaciones que, desde su elitismo social y «prestigio», se atribuyen la representación social del país, coincidiendo con los primeros en suplantar y sacar del escenario político al verdadero autor que tiene que entrar en él en estas circunstancias: la nación. El pueblo.

Tales aptitudes son típicas de la cultura de los «ghettos» como por igual de la mentalidad segregacionista y es de lo que subdivide de más en más al movimiento democrático y social nacional. Sucede aquí y con nuestros nacionales en el exterior. Y lo peor, cada día surge un nuevo núcleo Mesías que no ve a los demás, los subestima o los niega, sencillamente porque no tienen el mínimo sentido de la pluralidad que integra a una nación y desconocen que la fuerza de la nación sólo puede provenir de la unidad de esa pluralidad en lo que le es común. Tal pluralidad tiene antagonismos, pero igual bases comunes más fuertes que las diferencias y eso no expresa en el liderazgo invisible de las ideas que nos gobiernan como sentido común, expresión de la conciencia social y moral que nos vincula y hacen que para cualquier actividad plural nos sentemos previamente a «buscar el estandarte bajo del cual -en este caso, político- las personas sensatas y honradas e pueden congregar». La unidad política y a la política cuando es política y no delincuencia en el Estado o hacia el, tiene como plataforma la moral desde tiempos muy lejanos. Si se quiere, podemos decir, la moral es la política. La moral tiene una forma muy especial de dirigir a los pueblos, las religiones lo saben.

Es bueno señalar que la desmoralización, más que la inmoralidad, aunque esta última crece sobre la primera, es una de las causas principales de las derrotas históricas de nuestra nación y la raíz de su pesimismo. Todos nuestros déspotas, usurpadores, e invasores, lo hicieron todo, y en primer lugar para desmoralizar al país. La desmoralización ablanda el tejido social, la inmoralidad lo pudre. Por eso debe avergonzarnos compartir los ambientes d la corrupción porque eso sólo nos degenera.

La conciencia moral, hecha conciencia social, no necesita escudos ni escuderos, se sobra en su propia consistencia, y cuando algo en no de sus puntos la agrade, vibrante reacción resuena en todo el cuerpo social como alarma y alerta general.

La cultura de «ghettos» que antes sirvió de parcela de crecimiento económico a unos y de refugio a otros, para sobrevivir con identidad a las derrotas políticas de la nación, ha agotado sus posibilidades en sí, y obstruye el proceso de unidad que reclama el momento, si perdura, condena al país a convertirse en feudo y su gobierno en satrapía.

Algún medio de comunicación, y ojalá fueran varios, como los del grupo de este periódico que tiene valiente tradición de debate, debiera patrocinar una conferencia diferente a las pasadas, caracterizadas por buenas lógicas y retóricas para luego irnos a dormir. Una conferencia de líderes sociales, religiosos, empresariales, sindicales, cívicos, militares, de organizaciones políticas alternativas, y de representantes de nuestras comunidades en el exterior, para analizar la presente crisis y nuestros roles en ella, darle perspectivas y seguimiento, antes de que el próximo mes de junio, nos sorprenda envueltos en otro potencial guerra civil o en un gran desorden calculado, dentro de una estrategia de dominación en el arco del Caribe que involucraría el continuismo del actual gobernante más su aparato cívico-militar y los destinos de Venezuela, Colombia, Cuba, República Dominicana (como base) y la vecina República de Haití.

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