La XXVI Bienal de Artes Visuales y  su premiación

La XXVI Bienal de Artes Visuales y  su premiación

La pasada Bienal de Artes Visuales había dejado un recuerdo  casi desastroso. Brutal fue la eliminación, barroca fue la selección donde cohabitaban la horripilancia y la apropiación, la mediocridad y el talento. Tampoco, salvo excepción, convencieron los ganadores.

La degradación de los logros en relación con los objetivos había causado una real inquietud y llevó a una reconsideración de las bases para la convocatoria de la vigésimo sexta edición. Hubo una plena conciencia de esos problemas que no permitían valorar la actualidad de las artes visuales nacionales, uno de los fines esenciales del certamen público, y se trabajó arduamente para corregir la deplorable situación imperante en el mismo.

Durante meses, un comité organizador ampliado, encabezado por las más altas instancias institucionales  y especialistas, reelaboró un reglamento, a la vez abierto y minucioso, prestó una atención singular a la designación de los jueces, y ciertamente contribuyó a una neta mejoría de los resultados, infundiendo nuevamente la confianza y el optimismo. Si la inscripción igualó aproximadamente a la anterior, la admisión definitiva, aunque estricta -como debe ser- la superó bastante numéricamente, y los resultados han sido incomparables.

Las obras expuestas en el Museo de Arte Moderno, prácticamente todas aceptables, sino buenas, devuelven fe en la Bienal y, lo más importante, muestran la fuerza del arte joven y su profesionalidad, al mismo tiempo que una participación plurigeneracional, característica de la vitalidad del arte dominicano.

Obviamente, el jurado de premiación estuvo muy satisfecho, además de la organización del evento, por la calidad de las obras seleccionadas y  su significación positiva, reflejando la creación nacional y sus tendencias. Ahora bien, se centró en los compromisos del arte dominicano con los males de la sociedad, sus fallas, sus desviaciones, sus errancias, y focalizó esas anomalías en la mayoría de los premios otorgados, hasta el punto de que casi hubiera podido ser una bienal temática… y que, aparte de -y más que- la calidad formal, los galardones dieron un reconocimiento, explícito o implícito, al contenido crítico de los trabajos.

 Se trata de una opción válida, siempre que esas obras -en cualquier categoría- dejen una huella en nuestra contemporaneidad artística… ¡y en la colección del Museo de Arte Moderno! Por otra parte, que nuestros artistas vuelvan, pese al contexto distinto, a la militancia ideológica de aquel período cimero de los 60 ya se va perfilando recientemente, y les distancia de una comercialización insípida y atrasada.

Los premios.  El Gran Premio de la Bienal se otorgó a la instalación “En un abrir y cerrar los ojos” de Charo Oquet, contundente transmutación del caos urbano, metáfora de las ultranzas climáticas y cromáticas tropicales. Ahora bien, esa compleja realización debería permanecer en ese mismo lugar… de lo contrario, desaparecerá, ni más ni menos que una performance, pues es extremadamente difícil de reconstituir y amerita quedarse. Que también sea un premio a la magnífica labor de Charo en Miami, ¿por que no?, y además, no había obra comparable para el máximo galardón.

Consideramos que es todavía más un premio a la trayectoria, el de la pintura de Orlando Menicucci, “¡Tierra! Códice antillano. Fragmento conocido – Espacio pintura hecha cemí. Enlace entre mito y sociedad. Caballito valiente que tiene la carga y no la siente. Por el camino de Santiago, dedicado a Marcio Veloz Maggiolo”, un título increíble! Nos alegramos infinitamente de ese reconocimiento a uno de nuestros artistas maduros y sus décadas de oficio, aunque otras pinturas anteriores de él eran más sobrecogedoras y menos crípticas.

Todo lo contrario… en “¿Rape?” de Moisés Pellerano, sugerente de dolor punzante. Excelente pintura (foto)realista, pero anónima hasta que veamos otras obras fehacientes. En cuanto a la homosexualidad –igualmente una reiteración sorprendente del lesbianismo en la selección– es una ya muy vieja liberación temática, personal o social.

“Mi-Muro”, sobresaliente video instalación de Pancho Rodríguez, ¡bilingüe!, merecía con creces su premio, símbolo de aquella absurda barrera en lo universal, denuncia de la condición del trabajador haitiano, y fascinante plásticamente, lo que no es frecuente en esa categoría.

Muy necesaria también es la premiación a la fotografía compuesta de Orlando Barria, “Muñecas sin rostro (Ana Rubi y Miriam, víctimas del ácido)”, técnicamente impecable, estremecedora acusación: crimen contra la mujer y contrapunto con la inocuidad artesanal, ¡dos “modas” contrastantes!

Premio Joven, por “Serie Viernes, Sábado y Domingo”, Walli Vidal, indudablemente de gran porvenir, presenta el mejor cuadro (cualquiera de los dos era premiable), ahora neo-pop, que hayamos visto de él, sobre la problemática identidad dominicana.

“La Casa”, performance-instalación de Eliu Almonte, premia a un joven ya ducho en los nuevos media, que logró –pudimos ver su acción– conjugar escena, escenificación y escenario, en una realización plural de denuncia, humor y poesía.

De las menciones, aplaudimos especialmente a Citlally Miranda y su virtuosismo dibujístico en su “Aida, las virgencitas y los 7 Frank” –que ameritaba un premio–.  Mayra Johnson y Guadalupe Casasnovas, en “Disolución al 4%”,  un interesante efecto óptico en una foto  “pública”, cotidiana y alusiva, mientras Limber Vilorio hace  gala de una espléndida factura.

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Importancia del jurado

Los jueces de la selección eran los dominicanos Danilo de los Santos y Carlos Acero y el español Ricardo Ramón Jarne. Los jueces de la premiación eran los dominicanos Carlos Acero –un dominicano figura en ambos procesos según lo estipulan las nuevas bases– y Alanna Lockward –residente en Alemania– y el cubano Gerardo Mosquera. Todos son historiadores y/o críticos de arte muy valorados, con  un amplio conocimiento del arte dominicano e internacional.

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