Lacay, Pichardo y la goleta “Puerto Plata”

<p>Lacay, Pichardo y la goleta “Puerto Plata”</p>

FERNANDO BATLLE PÉREZ
El 22 de septiembre de 1949 una poderosa tormenta tropical, devenida de un huracán de categoría 1 que se degradó justo frente a las costas sureñas dominicanas y cuyo centro penetró por Palenque, deshaciéndose luego en las montañas, causó apreciables daños en frágiles viviendas de pueblos y ciudades, en los cultivos de las regiones oriental y sureña del país y provocó el naufragio de varias embarcaciones de cabotaje y pesqueras frente a San Pedro de Macorís, Juan Dolio, Santo Domingo (entonces Ciudad Trujillo), Najayo y Barahona, con el precio de 11 personas muertas por ahogamiento.

A media mañana de ese día y un poco antes de que las turbonadas comenzaran a sentirse, el panorama en el Placer de los Estudios y en el litoral contiguo era sobrecogedor haciendo que se congregaran centenares de personas a contemplarlo, extasiadas, a lo largo del malecón.

Entonces, a 11:45 am se divisó en lontananza una pequeña embarcación a vela de dos mástiles, una goleta, la “Puerto Plata” (identificada más tarde por sus propios restos) de 32 toneladas, que procedía de Puerto Hermoso con un cargamento de sal, capitaneada por Lorenzo Ribota y tres tripulantes, los marinos Rafael Alcalá, Florentino Cancú y Carlos Ribota. La noticia corrió como reguero de pólvora y al rato ya no eran centenares sino miles los presentes en esa zona del malecón capitaleño, a donde también llegaron numerosos rescatistas (policías, Boys Scouts, empleados de la Intendencia y del Puerto y otros tantos civiles).

Ante la lógica posibilidad de que los marinos intentaran llevar su pequeña embarcación hacia el puerto en el Ozama, cosa que en esas condiciones era algo más que imposible porque el canal de acceso estaba bajo el dominio de los enormes burros de agua que pasaban limpiamente por encima del rompeolas, uniéndose allí a la contracorriente de salida del río Ozama, ya crecido por las lluvias y trayendo gran cantidad de escombros y desechos diversos, miembros de la Comandancia del Puerto les hicieron señales desde la playita de Sans Soucí para que embarrancaran la nave en ese lugar, maniobra que aunque era riesgosa era mucho menos peligrosa que cualquier otra cosa, excepto tal vez permanecer lejos de la costa.

Pero no hubo respuesta y la Puerto Plata, ante las aguas del Placer y tras momentos de aparente vacilación, enfiló hacia el puerto. Y ocurrió lo sospechado. La dinámica de las aguas y del viento, que ya se expresaba con fuerza, la desviación metiéndola entre los grandes rompientes que se enseñoreaban en el Placer. Dando tumbos y con balances exagerados en los que sus mástiles rozaban las aguas, uno de sus marinos fue arrojado al mar, logrando a duras penas reabordarla. La corriente la llevó justo hasta los restos metálicos sumergidos del crucero acorazado Memphis en donde se hizo añicos lanzando a sus hombres a las ebullentes aguas.

Allí quedaron nadando y flotando muy cerca de la costa, sin poder escalar los filosos roquedales ni asir y sostener las sogas que les lanzaron desde los alto del acantilado. En un momento se vio como un pesado madero de la nave golpeó la cabeza de uno de ellos. Con la muerte rodando la trágica escena, tres valerosos jóvenes, excelentes nadadores, sin poderse aguantar, y para sorpresa de todos, se lanzaron en sucesión al rescate: José Miguel Buenaventura Lacay Alfonseca, Tulio Pichardo y el arquitecto finlandés Egon Brandt. (Otro nadador mencionado entre los que se tiraron al mar fue el Jefe de Patrulla de los Scouts Evaristo Antonio Salcedo).

Lacay, de 21 años de edad, era un gran deportista, “un excelente jugador de baloncesto” que había intervenido “en los torneos de categoría superior celebrados en esa época, donde participaban los mejores jugadores”. De carácter reservado, era muy apreciado por sus cualidades humanas, y a su edad era ya articulista ocasional para la prensa en materia deportiva. El mar, con Güibia y su litoral, era parte de su vida y tenía experiencia en asuntos de rescate pues había salvado a una mujer que con intenciones suicidas se lanzó al mar por los frentes del Hotel Jaragua, acción heroica y generosa que pocos conocieron.

Parece que llevaba impreso en sus genes este tipo de arrojo. Su tatarabuelo, José Claudio Lacay, murió ahogado en 1879 rescatando a unas mujeres atrapadas en una crecida del río Nizao, y su padre, José Augusto Lacay, tuvo el coraje de salvar a puro nado, en 1923, a un presidiario que al escapar de la Fortaleza Ozama por el río estaba a punto de ahogarse en su desembocadura, acción heroica por la que recibió un especial reconocimiento edilicio que incluyó una singular medalla de oro.

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