Contrario a lo que quiere creerse, el destape llega. Lo que parece inexpugnable, escondido, sellado para siempre, un buen día, sin que nadie se lo espere, brinca y se abalanza sobre nosotros. Con frecuencia, los secretos terminan desnudos, exhibiendo sus vergüenzas.
En sociedades regidas por códigos éticos y temerosas de la ley, cuando se desvelan transgresiones que afectan el bien común, se desata la indignación pública y se estremecen los gobiernos; renuncian funcionarios, se inician investigaciones, y los que resulten responsables son condenados.
Recientemente, en Estados Unidos, al comprobarse ciertas arbitrariedades en los procedimientos del departamento de recaudación fiscal (IRS); su director tuvo que renunciar de inmediato, y el presidente Obama, contrito, pidió excusas al pueblo americano.
Es que, señores, la civilización necesita que la verdad derrumbe el andamiaje de la falacia. Pero aquí no derrumba nada. Nos hemos convertido en un colectivo intoxicado de engaños, sustentado en mentiras, y con la impunidad como doctrina de Estado. Los que nos vienen mandando han logrado anestesiarnos frente al delito, cosechando los frutos de la apatía.
Hace tan sólo unas semanas, sorpresivamente, se fugó de las bóvedas de las iniquidades el secreto de la medicina dominicana. Un desesperado y responsable cirujano cardiovascular, cuya conciencia de bien no le permitía seguir callado, destapó las faltas de la praxis médica criolla, en un escrito desgarrador de impostergable catarsis individual.
Pero si funesta y trágica fue la denuncia del Dr. Barnett, la indiferencia generalizada ante sus revelaciones es indudablemente más dramática y pesimista. Tengo entendido que solamente dos articulistas se hicieron eco del valiente y responsable documento: la incensurable periodista Sara Pérez, en su escrito La medicina como estafa, y el irrebatible analista, Ing. Luis Arthur, en su columna del periódico digital 7 días. Y se acabó. Al parecer, la acusación se la tragó la tierra, o se la llevaron los aguaceros de mayo.
Un número alarmante de profesionales de la medicina ejercen a manera de inescrupulosos mercaderes de dolencias ajenas. Violan las leyes, los juramentos hipocráticos, la relación médico paciente, embozados en última tecnología y vistosos decorados. Complican los diagnósticos buscando injustificables ganancias y ordenan innecesarios exámenes de laboratorio.
Sé que las generalizaciones son peligrosas, y conozco muy bien la excelencia y honestidad de extraordinarios galenos que sirven bien a sus pacientes. No obstante, las transgresiones son tan brutales, frecuentes y peligrosas, que los salpican irremediablemente a todos.
Deberíamos estar indignados ante lo que denuncia el Dr. Barnett, exigiendo explicaciones a las instituciones encargadas de velar por la salud ciudadana. Sin embargo, al tratarse de cuestiones éticas y legales, el asombro dura poco entre los dominicanos.
El ocultamiento, ocupación preferida del Estado y de los poderes que lo acompañan, se ha ocupado de desconectar la alarma del espanto, y sabe deshacerse de las molestias del escándalo.
Si penosas fueron las declaraciones del cirujano, desmoralizante y triste ha sido la indiferencia ante sus señalamientos. ¡La tapadera nacional ha vuelto a triunfar! El Dr. Barnett no dijo nada.