Languidez cartesiana post moderna

Languidez cartesiana post moderna

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
(Texto de la segunda conversación con el estudiante profesionalmente desaliñado).
El artículo 119 de Las pasiones del alma Descartes lo dedica a la languidez; dice que “la languidez es una disposición a alejarse y quedarse sin movimiento experimentada por todos los miembros; lo mismo que el temblor, se debe a que no llegan suficientes espíritus a los nervios, pero de una manera diferente.

En efecto, la causa del temblor es que no hay bastantes espíritus en el cerebro para obedecer a las determinaciones de la glándula cuando ésta los empuja hacia algún músculo. Mientras que la languidez proviene de que la glándula no los determina a ir a unos músculos mejor que a otros”.

– Descartes llama glándula al cerebro, dos veces, en ese artículo acerca de la languidez. En el siguiente apartado añade: “cómo es originada por el amor y el deseo”. Concluye Descartes que el deseo tiene “la propiedad” de “dar al cuerpo más movilidad […] cuando se cree que el objeto deseado es tal que desde ese momento puede hacerse algo para conseguirlo; pues si, por el contrario, se imagina que por el momento es imposible hacer nada que sea útil para ello, toda la agitación del deseo permanece en el cerebro, sin pasar a los nervios, y, enteramente dedicado a afianzar en él la idea del objeto deseado, deja languideciente el resto del cuerpo”.

– Las mamas son glándulas con secreciones especificas; el páncreas es otra glándula que produce jugos que influyen en la fisiología general del cuerpo humano. Así ocurre con las glándulas endocrinas. ¿Segrega el cerebro alguna sustancia? ¿Distribuye impulsos eléctricos? ¿Esos “espíritus” de los que habla Descartes, son fuerzas magnéticas, químicas o eléctricas? Había un profesor de anatomía en la universidad que se burlaba continuamente de Descartes; también nos echaba en cara que leyéramos “esas cosas disparatadas”, escritas sin experimentación por un hombre de la primera mitad del siglo XVII. Recuerdo bien que el gordo Gyorgy replicaba: “está en el programa y el profesor exige que lo estudiemos; pero él nunca nos ha dicho que esa sea la ciencia del siglo XX”. Un día el catedrático suplente recomendó a todos los que estábamos en el aula: piensen ustedes en las rotundas verdades de la ciencia actual que podrían ser ridiculizadas en el siglo XXIII. Los instrumentos de medición de hace cincuenta años -de todas las profesiones- ya están en los museos. Sólo tienen valor para historiadores y arqueólogos. Ni aun las teorías de hombres geniales como Copernico, Descartes, Newton, permanecen vigentes, en todas sus partes, a lo largo de la historia. Deben ustedes aprender a pensar en la caducidad de las ideas. Es una manera de vacunarse contra el fanatismo.

– Acudíamos todas las tardes a una cafetería, cerca del Városliget, donde a menudo se sentaba el profesor de anatomía a comer algún platillo. Lo vimos en una mesa, inmóvil, mirando la superficie de una gran copa de vino. No se dirigió a nosotros, como otras veces, para preguntar si habíamos aprobado los exámenes; o para lanzar pullas contra Descartes o contra “el inútil estudio de viejas literaturas”. Esta vez el profesor parecía una estatua de piedra. Con la boca apretada y la mandíbula inclinada hacia abajo tenía la vista fija en la copa – ¿Qué le pasa al profesor? Un mesero diligente nos dijo: le ha caído arriba una tristeza enorme. Lleva varios días en ese estado. Dicen que se ha enamorado de una estudiante mucho más joven que él. El gordo Gyorgy nos guiñó un ojo: “es la languidez cartesiana, de la que hacía burlas, que se ha adueñado de su sistema nervioso”. Otro compañero preguntó: ¿Podrá el profesor decirnos ahora para qué sirve la glándula pineal? Y el gordo risueño volvía a decir en voz alta: “no se trata de languidez cartesiana moderna; es languidez y es cartesiana, pero como es actual, habría que llamarla post-moderna.”

– En estos juegos inocentes pasábamos gran parte del tiempo hasta el día en que la policía irrumpió en el salón de clases y detuvo veintitrés estudiantes. Los metieron a empujones en una furgoneta y los llevaron a una prisión lejos de la ciudad. Los padres de los muchachos interrogaban desesperados al director, quien no podía decirles el paradero de sus hijos. No lo sabía; ni siquiera sabia si seguiría siendo director o si sería destituido y sometido a interrogatorio. – Solo sé que es una orden ejecutiva de la policía de seguridad del Estado. Fue un mazazo en las vidas de aquellos jóvenes atolondrados. De ese grupo de veintitrés murieron ocho, torturados por la policía; otros cinco perdieron la razón y terminaron recluidos en sanatorios; cuatro de los estudiantes detenidos aquel día entraron a trabajar en la policía. Sólo seis fueron liberados ocho meses más tarde, entre ellos mi amigo Miklós. Algunos años después Miklós admitió que había vuelto a leer Las pasiones del alma: para poner control a sus impulsos espontáneos; para sopesar “las brutales reglas de la acción peligrosa”. (El texto de esta conversación fue transcripto de la cinta magnetofónica que me entregó un oficial de policía en el aeropuerto de Budapest. Querían mostrar que había en los hoteles una estricta vigilancia. Sólo he omitido las toses de los fumadores y las malas palabras de los cargadores de maletas).

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