En el evangelio de hoy (Lucas 10, 25 – 37), un letrado le tira un buscapiés a Jesús –“Maestro, ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? — Jesús, le responde con otra pregunta: “–¿Qué lees en la ley? — Al citarla correctamente, el maestro de la Ley queda en ridículo: ¡él ya sabía lo que preguntaba! Pero el letrado, queriendo justificarse, preguntó. — ¿y quién es mi prójimo? — Jesús le narra la conocida parábola del buen samaritano.
Vivimos en un mundo desalmado, pero también en este mundo muchos se preguntan por la vida eterna, alardean de su religión, tienen visiones y andan en el Facebook del Señor.
¿Cómo alcanzar la vida eterna? Jesús nos llama a hacerle bien al prójimo, pero al igual que el letrado, aducimos ignorancia: — Señor, ¿Quién es mi prójimo? –. En la parábola del Buen Samaritano, aparecen dos hombres religiosos, vinculados al templo. Ellos vieron al herido tirado al borde del camino y siguieron de largo.
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En cambio, un samaritano, nosotros diríamos, un haitiano, un “padre de familia, chofer de voladora o patanista”, un dirigente político, lo vio y se aproximó compasivo a vendar sus heridas, lo montó en su cabalgadura, lo llevó a una posada, lo atendió y le dijo al posadero: “cuida de él y lo que gastes de más, yo te lo pagaré a la vuelta”. Jesús nos invita: “hagan lo mismo”.
La pregunta clave no es, quién me queda cerca, sino a quién me debo acercar.
Nos toca acercarnos a Dios “amándolo con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas”. Al prójimo hay que acercarse amándolo como a nosotros mismos.
Lo que da acceso a la vida eterna, no es la pertenencia religiosa, sino la compasión, así sea la de un descalificado.