Las aguas turbias de la corrupción

Las aguas turbias de la corrupción

La buena fe ha faltado tanto del lado capitalista como en el socialismo

Recientemente tuvimos la oportunidad de presenciar la ardua y laboriosa tarea de librar la playa de Punta Cana de la plaga del sargazo.

Una embarcación que opera como molino de arroz va capturando las algas que infestan las preciosas aguas, mientras un discreto tractor recoge afuera, dejando prodigiosamente limpias las aguas y las orillas.

Es algo así con lo que uno sueña cuando miramos con auténtico interés ciudadano la lucha contra la corrupción que desde la Procuraduría General conduce la doctora Miriam Germán y un equipo de valientes, quienes enfrentan la plaga más mortífera para cualquier Estado o nación.

Los dominicanos hemos crecido con la idea de que el mundo es perfectible, que la vida, al fin y al cabo es bella.

Los que le creemos a Dios, que todavía somos la gran mayoría que le da decencia y sentido y dirección a esta sociedad, sabemos también que, en última instancia, el equilibrio y el desarrollo de nuestra nación ha estado siempre en manos de hombres y mujeres que se amarran los cinturones sin pensar en el costo y sacrificio que ello implique.

La dialéctica de la corrupción versus el bien común es el principal contra canto de nuestro devenir.

Es la lectura de todos los diarios, el vocerío de los cientos de comunicadores y aficionados, cuya aspiración es una mejor nación, “una nación decente”, cual ha sido el eslogan de la Iglesia de la cristianización, y la aspiración de cerca de veinte mil comunidades cristianas que día a día y domingo a domingo, desde modestos templos, y también desde las catedrales, echan la eterna pelea contra el mal y la corrupción.

De modo que esa faena no es cuestión sola ni principalmente de los prelados en las diferentes cortes, ni mucho menos de simples policías. Como tampoco son solamente políticos, narcos, “tígueres” asaltantes de patios barriales nuestros únicos enemigos.

Hay un mal de fondo, del que casi nadie quiere hablar, no tanto por temor, como por lo difícil que resulta plantear soluciones.

Porque no pudo funcionar el socialismo que se plantó desafiante contra el capitalismo brutal: porque sus poderosos adversarios no aceptaron siquiera se hiciera una prueba, un experimento que pudo haber sido una alternativa para toda la humanidad.

Y porque el socialismo ha fracasado a causa de sus propios vicios y ambiciones individualistas; pero sobre todo porque para domeñar al capitalismo, especialmente en su propio territorio, no existe el código legal, ético o religioso que racionalice y legalice esa lucha.

La buena fe ha faltado tanto del lado capitalista como en el socialismo, salvo algunos casos que parecieran excepciones.

El pecado, la duda, el temor, en nuestras culturas pesan demasiado. También la pobreza y las urgencias son demasiadas. Probablemente nunca fue posible vivir en una decencia que no colocara la carga sobre “los otros”.

Seríamos dichosos si nuestras actuales autoridades nos moviesen sensiblemente hacia un país más decente.

Y aunque la alegría dure poco en casa de los pobres, con renovado entusiasmo limpiaremos los sargazos que vengan mañana.

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