Las amarguras del siglo XIX

Las amarguras del siglo XIX

Todo el siglo XIX dominicano es una queja lastimera por la imposibilidad de la conformación de una nación en el sentido moderno. Bastaría compaginar los tormentos de José Ramón López en su libro “La alimentación y las razas”, o esa filigrana de la decepción que es “Cartas a Evelina”, o quizás la diatriba sublime  de Don Américo Lugo. O los latigazos de Ulises Francisco Espaillat. Cualquier pensador de la época puede ilustrar este señalamiento. La constante de los intelectuales dominicanos del siglo XIX era proclamar airados la inexistencia de la nación dominicana.

Es por eso que asumir las coordenadas de eso que llaman hoy posmodernidad significa entender que el mundo contemporáneo trae juntas la racionalidad y lo que la amenaza. ¿Por qué siento yo la misma desazón de los intelectuales dominicanos del siglo XIX? ¿Es esto una nación o un conglomerado humano que fracasó a partir de ese período heroico del mundo americano, que comienza a finales del siglo XVIII y se extiende hasta el segundo tercio del XIX?

La incertidumbre dominicana actual no es equivalente a la del pensamiento angustioso del siglo XIX, sino que es extraída del  conjunto de determinaciones, y de la repetición una y otra vez de los mismos hechos. Asumamos la pregunta central de las mortificaciones del siglo XIX: ¿Existe el Estado-Nación dominicano? ¿Hay una función técnica cualificada que eleva la gestión estatal por encima del personalismo? ¿Están prefigurados los actores sociales dentro de ese Estado?

En rigor, el Estado dominicano es siempre expresión de algún grupo político o económico, y la manifestación concreta de la frustración liberal reside en el hecho de tener, históricamente, un Estado secuestrado. Ulises Heureaux provenía del ciclo liberal de los gobiernos azules, emergidos de la guerra restauradora;  pero cuando en septiembre de 1882 tomó la presidencia de la República se desplegó personalizando todo el período y transformando la naturaleza liberal de los azules. El caso de Heureaux es arquetípico porque acumuló tanto poder militar y político que su voluntad era incontrovertible. Y no sólo porque atrajo  a los rojos a su bando, sino porque subvirtió todo el aliento institucionalista que los azules habían intentado imponer en el país, y  convirtió el Estado en algo personal, cuya riqueza era indiscernible de la riqueza propia.

Lo nuestro es la ausencia de vida institucional, el desorden y la ofuscación. Ahora es cuando podemos entender a los intelectuales del siglo XIX dominicano, porque los alegatos de la inexistencia apuntalaban solo a la inviabilidad de la nación legal, mientras la otra nación, la del pueblo llano que observaba la depredación, continuaba siendo de una manera obstinada. ¿No es, actualmente, el Estado dominicano un botín personal de Leonel Fernández? ¿No es el mismo drama del siglo XIX, en el cual las violaciones constitucionales se resolvían en el cinismo de un parlamento mudo y envilecido? ¿No han adquirido esos actos el matiz de habla tradicional del poder, e incluso  un estado de naturaleza entre nosotros?

Lo que  dan  a entender los acontecimientos que estamos viviendo hoy  es que el poder no tiene ninguna otra posibilidad de cambiar de naturaleza. Que eso es lo lógico, lo natural. El dibujo patético de quienes quisieron ser diferentes, y tuvieron fe ciega en la virtud salvadora de los principios, Juan Bosch por ejemplo; es tan deplorable en los resultados que el pragmatismo espera, que lo recomendable es recurrir al autoritarismo. Esa es la amenaza arrogante de la historia dominicana pendiendo siempre de nuestras cabezas.  Las élites creyéndose insustituibles, el liderazgo carroñero que se alimenta de la ignorancia y la miseria material, y el retroceso institucional como una constante visiblemente sustentada en el cinismo oficial, que finge practicar el juego democrático e impone el autoritarismo. ¿Cuál es la diferencia de Lilís a Leonel?

Como si viviéramos las amarguras del siglo XIX,  la misma ecuación de cinismo y fuerza bruta del poder, que hacía exclamar a los intelectuales que había país, pero nación jamás.   

Publicaciones Relacionadas

Más leídas