Las bebidas favoritas de los presidentes de Estados Unidos

Las bebidas favoritas de los presidentes de Estados Unidos

En Estados Unidos los abstemios se presentan como “teetotalers”, seguidores de un movimiento que de nuevo tiene poco, pero que hoy vive una sorprendente eclosión. El brote responde a dos factores: uno absurdo -está de moda, porque lo dice Blake Lively, porque lo dice Jared Leto- y otro coherente -consecuente evolución del tan extendido estilo de vida saludable; primero el “running”, después el veganismo y ahora la abstinencia-. Entre sus adeptos hay tipologías varias: los que abrazan esta filosofía por principios, porque han decidido darle un respiro al hígado y a las neuronas; los que atraviesan uno o varios episodios fatales que les quitan para siempre las ganas de darle a la botella (Ben Affleck o Colin Farrel, por ejemplo); y los que por una experiencia cercana quedan escaldados de los efectos del exceso de copas. Pertenece a este último grupo el nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Su hermano mayor, Fred Trump, falleció a los 42 años. Era alcohólico.
El republicano no es el único inquilino de la Casa Blanca que repudia el alcohol. George Bush, que lleva 30 años sin probarlo, abrazó la abstinencia recién cumplidos los 40, después de convertirse al cristianismo y de que su esposa Laura le diese a elegir: o la botella o ella. Llegó al Despacho Oval limpio y así se mantuvo durante su mandato, del 2001 al 2009, un paréntesis en la historia del “bebercio” presidencial que se repite ahora, con la elección de Trump. Antes y entre ambos respiros, el minibar de la mansión ejecutiva se ha mantenido siempre bien equipado, preparado para satisfacer los dispares gustos de cada mandatario norteamericano, del bloody mary que fascinaba a John F. Kennedy al vino del que tiraba Nixon para ofrecerle a sus invitados. Ya el primero de la lista, George Washington, era un amante del licor. Cuando, durante la Guerra de la Independencia, lideró a las tropas del Ejército Continental, recurrió al whisky para ayudar a infundir valor entre sus tropas y, años más tarde acabaría convertido en uno de sus mayores fabricantes en territorio estadounidense. El segundo presidente, John Adams, bebía todos los días un sorbo de sidra en el desayuno y Thomas Jefferson se entregó al vino con tanta devoción que su pasión casi le lleva a la ruina.
Repasa todas estas inclinaciones etílicas el escritor Mark Will-Weber en el libro “Julepes de menta con Teddy Roosevelt”, donde se relata cómo James Madison solía advertir a sus huéspedes del peligro de la resaca que desencadenaban varias copas de champán, cómo Andrew Johnson llegó borracho a su toma de posesión como vicepresidente en 1865 -se excusó diciendo que había bebido whisky para curar un resfriado- y cómo Richard Nixon aleccionó a sus responsables de protocolo para que sirviesen el vino envuelto en paños. Nada tenía que ver esta orden con la buena educación, sino con el miedo de que descubriesen que en realidad el líquido que descendía por su garganta era un peleón y no uno de los exclusivos Chateau Lafite que reservaba para su particular colección.

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