Las boticas de los médicos chinos

Las boticas de los médicos chinos

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Me han hablado de un médico chino quien sostiene que llorar le hace muy bien al corazón. No afirma solamente que las lágrimas son un desahogo emocional que tranquiliza al “ llorante”. No; ese médico chino se refiere específicamente a las cardiopatías, esto es, a las enfermedades del corazón. Al oír esto pensé que las lágrimas, como dice el poeta Bécquer, “son agua y van al mar”; creí entonces que la fórmula del chino funcionaba como un diurético al revés: llorar en lugar de orinar.

Reducir el volumen de los líquidos en el cuerpo debe disminuir, al mismo tiempo, la presión arterial.  Lo cual, a su vez, “alivia la carga” del corazón. Un cocinero, también chino, me explicó después que las lágrimas son saladas. 

Durante el acto de llorar, además de perder agua, el “lloroso” también pierde sal. Quizás el cocinero lo dijo para apoyar a su compatriota cardiólogo.  No comer sal es bloquear el camino de afuera hacia adentro.  Llorar podría ser una vía para extraer la sal del interior, para echarla afuera por los ojos.

Aquí, en República Dominicana, cuando un hombre está gravemente enfermo el pueblo lanza espontáneamente una sentencia: “A este no lo salva ni él médico chino”. La gente dice el médico chino, en singular, como si hubiese uno solo. Escribí al comienzo de esta nota: “Un médico chino”, porque estoy convencido de que son legiones de médicos en la tierra de Confucio. Incluso ese cocinero que cito más arriba, en conexión con la sal, es probable que sea un médico graduado.

Hace muchos años mi hermano mayor me llevó al barrio chino de Nueva York.  Entré, acompañado por él, a unos cuantos establecimientos de venta de comida en conservas a lo largo de Mulberry Street. Me sentía un poco asustado al caminar en ese extraño mundo, lleno de olores desconocidos, poblado por mafias peligrosas e invisibles. Allí había latas con retoños de bambú, aletas de tiburón secas, frascos con frutas en almíbar, hongos, semillas de melón, zumos, ostras gigantes, huevos de mil años en barriles. En uno de estos almacenes se exhibían sopas medicinales, empacadas en sobres o enlatadas.  Había larguísimos anaqueles con sopas “para niños en la dentición”, sopas “para mujeres recién paridas”, sopas “para hepáticos”, anémicos, cardíacos, enfisematosos. Incluso sopas para “animar” a hombres “aletargados” mayores de sesenta años.  Si usted se acercaba al mostrador, un chino gordo y ceremonioso le atendía “individualizadamente”. Ese chino tenía enfrente un gran libro de recetas, arrugado y sucio, donde se anotaban los pedidos. Me informaron que la farmacopea china de la antigüedad clásica estaba recopilada en unos libracos de aspecto suntuoso, visibles a cierta distancia, alineados al fondo de un armario. Durante las visitas mi hermano sufría mucho a causa de mis continuas preguntas; creía que por mi falta de tacto y de experiencia “soltaría” algo irritante para los chinos y provocaría una pelotera. Pero yo no dije nada “contraindicado”. El chino del mostrador es quien recibe los pedidos especiales, como hace cien años en una botica tradicional; pero en vez de elaborar una pócima, un jarabe, una tableta o una píldora, produce recetas para sopas o para condimentos estimulantes hechos con raíces. Cocina y farmacia, estrechamente ligadas, abrazan al enfermo con la esperanza de curarle sin bebedizos amargos, sin tisanas malolientes.

Hay un dios de la mitología china llamado Felo, a quien se atribuye la implantación  del uso de la sal. Este dios es el responsable de que todas las comidas nos sepan mejor. Sin embargo, los chinos usaban continuamente el salero y olvidaban rendir tributo de respeto a Felo. Por este motivo Felo, indignado por la ingratitud de su pueblo, decidió refugiarse en la soledad de una altísima montaña. Todos los años, en ciertas regiones de la china, sale una procesión en busca de Felo con el objeto de desagraviarle. Según parece, los manifestantes de la procesión llevan diversos condimentos con los que se ha intentado “levantar” el sabor de los guisos.  Ninguno tiene el poder maravilloso de la sal, de esa substancia blanca, universal y simple, con la cual Felo enriqueció a la humanidad. Ningún condimento puede rivalizar con la sal o substituirla. Durante la celebración ritual cada miembro de la procesión arroja simbólicamente desde él mas alto despeñadero, un condimento. Por supuesto, nunca la sal, cuasi – diosa de todas las cocinas del mundo.

El empeño en desagraviar a Felo reforzó el estudio de plantas de las que se obtienen condimentos. Finalmente los boticarios, laicos y experimentales, se apartaron de los monjes, religiosos – conservadores.  La cocina y la farmacia entraron en íntima relación. El célebre aforismo de Hipócrates: “Que la medicina sea tu comida”, o, a la inversa, “que tu comida sea un medicamento”, se ve confirmado así desde el otro lado del mundo. Lo inesperado y paradójico es que esta conjunción de los chinos con los griegos solo pueda ser apreciada en el barrio chino de Nueva York. Para un enfermo crónico debe ser mucho más agradable decir: sírvanme la sopa, que pónganme la inyección o tráiganme la píldora.

henriquezcaolo@hotmail.com

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