Las caretas de la paloma

Las caretas de la paloma

MARIÉN ARISTY CAPITÁN
El agua estaba caliente. El día comenzaba y yo, entretenida, aún no me percataba de que ella estaba ahí. Frente a mi ventana, mirándome, sus ojos tiernos hablaban de curiosidad. Su pico, sin embargo, se traducía en una cruel amenaza.

No me asusté. Pero le temí. Aunque pequeña, quizás insignificante, ella se convirtió en el más terrible de los peligros. Es que, abrazada por el pasado, recordé a Süskind y enloquecí. Fueron segundos, sí, pero de pronto me convertí en el guardia cincuentón que no puede salir de su casa porque se siente intimidado por una paloma. Al convertirme en él, empecé a delirar.

La paloma se volvió grande, gigante, e impidió que pudiera moverme. Entonces me encogí en la tina, asida a la toalla que había tomado hacía unos segundos, y comencé a pensar. De pronto, recordé que era el día del Carnaval. Pensando en esa fiesta, hecha a golpe de comparsas, creí que encontraría cierto dejo de paz.

Ahí las cosas se complicaron. Frente a las caretas, recordé que vivimos en un eterno carnaval: las fiestas pasan, los desórdenes quedan para el próximo febrero, pero nunca abandonamos las caretas.

Un buen ejemplo de ello lo tuvimos el miércoles pasado. Era el mal famoso Día de la Mujer. Una jornada que, aunque conmemora el asesinato de unas obreras en una fábrica de Nueva York,  la gente se empeña en celebrar como si tratara de un día festivo y no uno un lamentable en el que nos recuerdan que las mujeres aún estamos muy lejos de conquistar la equidad de la que tanto se habla.

Esa equidad es precisamente una de las caretas más gastadas de nuestra sociedad. Aquella que insiste en ser machista y que se resiste a abrirse a nosotras. En un país en el que aún tenemos que hablar de cuotas obligadas (un 33%, ni siquiera un 50) para tener participación en los organismos del Estado, en un país donde son pocas las que pueden decir que han hecho de su vida lo que les ha dado la gana sin que se les maldijese, se les tachara o tuvieran que luchar el doble que un hombre para alcanzar alguna posición, hablar de igualdad es mencionar una absurda mentira.

Las mujeres nos pasamos la vida demostrando que servimos. Tenemos que ir vestidas con un cartel -o careta, por qué no- en el que se resuman nuestras bondades y capacidades. Debemos parecer inteligentes pero tiernas, sabias pero condescendientes, libres pero dulces, independientes pero sumisas… nosotras mismas y una extensión de ellos.

Ser tantas cosas al mismo tiempo es difícil. Debemos ser competitivas pero jamás podemos alejarnos de nuestro “rol” femenino. Tenemos que trabajar pero nunca podemos descuidar a nuestros maridos. Siendo lo que somos, tenemos que ajustarnos a sus parámetros.

Luchar contra una sociedad que no confía en nosotras -aunque, con su careta brillante, nos diga que sí- y demostrarnos cada día que podemos hacer cualquier cosa puede ser tan extenuante como adivinar cuál será el próximo capricho de nuestros políticos.

Esa es nuestra verdadera paloma. Es la sociedad, la que nos increpa y nos fastidia, la que muchas veces no nos deja continuar. Desea avasallarnos, porque es más hombre que mujer, y llevarnos hasta la locura. Quiere que dejemos de luchar. Pero no lo haremos.

Seguiremos ahí, tratando de ocupar un lugar al que tenemos derecho por ser seres humanos y no mujeres. Intentaremos, hasta lograrlo, que los hombres entiendan que somos más que una competencia: personas que podemos conquistar, como ellos, la cumbre más alta. Mientras alcanzo la mía, les dejaré con una frase que pronunció Alejandrina Germán hace dos días: “cuando una mujer avanza, no hay hombre que retroceda”. Es que, y no debe ser otra manera, todos debemos caminar en la misma dirección.

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