Las cosas, sencillas

Las cosas, sencillas

POR CAIUS APICIUS
MADRID,  (EFE).-
Las cosas, en gastronomía en particular y en la vida en general, suelen ser más satisfactorias cuanto menos las complicamos; no está el mundo hoy para aceptar verdades de Pero Grullo, pero no porque no lo sean, sino porque le parecen demasiado simples, demasiado evidentes, nada complicadas.

   Lleva la crítica gastronómica bastante tiempo debatiendo asuntos paragastronómicos, o metagastronómicos: que si los alginatos, que si la metilcelulosa, que cómo hacer arroz sin arroz o pasta sin harina… Les domina la neofilia, y están dispuestos a saludar como gran hallazgo cualquier tontería, con tal de que sea nueva.

   De manera que un grupo de amigos decidimos pasar muchísimo de todas estas cosas y dedicarnos a darnos un homenaje primaveral. No crean que nos complicamos la vida: para nada. Recuperamos un plan ya hecho en otras ocasiones y que ha demostrado funcionar muy bien, así que no tenía por qué no seguir funcionando.

   Aprovechamos la hospitalidad de un vinicultor de la Ribera del Duero, y nos fuimos al campo burgalés. Ibamos provistos de un buen clarete de la zona, hoy ya casi inencontrable, que había de hacer los honores a la hora del aperitivo. Pero lo importante, con ser satisfactorio, no era el aperitivo, sino el acto central.

   Hecho acopio de buena cantidad de sarmientos de viña, procedimos a encenderlos y a dejar pasar la mañana hasta que se convirtieron en brasas. Pueden estar seguros de que en la espera no hablamos para nada de las propiedades gelificantes de la goma xantana. Una vez logradas unas brasas satisfactorias, colocamos unas parrillas y, sobre ellas, empezamos a disponer costillitas de cordero castellano, mínimas, de un par de bocados como mucho.

   Fuimos esperando a que se hicieran de un lado antes de darles la vuelta para que se asaran por los dos. La boca, puedo jurarlo, se nos hacía agua. Ya habíamos sustituido el claretillo del aperitivo por un tinto mucho más serio, tampoco en exceso, pero de gran calidad.

   Sin más acompañamiento que una fresca ensalada de lechuga y cebolla, un pan burgalés y el susodicho vino, procedimos a la degustación de las chuletillas, por supuesto a mano, como mandan los cánones camperos. Ligeramente torradas por fuera, jugosas -pero no sanguinolentas: el cordero no admite ese punto- por dentro, fueron pasando a bodega. Con calma.

   La fiesta duró un buen rato. Luego, ya se imaginan la tertulia -hubo quien prefirió una siesta- bajo los chopos. El mundo estaba en orden, las cosas eran buenas y hasta nosotros éramos buenos. No diré yo que hubiésemos alcanzado el nirvana, pero nos debió de faltar muy poco.

   Y es que está muy claro que para disfrutar de una comida no hace falta más que, primero, tener apetito y, segundo, tener qué comer y que a poder ser se trate de una materia de calidad. Unan a ello un buen grupo de amigos, una conversación amena, un buen vino de la tierra… y ya ven que no hace falta complicarse la vida apelando a técnicas de laboratorios industriales para conseguir un plato que es cualquier cosa menos lo que dice y parece ser.

   Porque ya me dirán ustedes para qué hay que empeñarse en hacer una cosa semejante al queso parmesano partiendo de aceite de oliva, de goma xantana, de garrafín y de metilcelulosa para conseguir que el producto resultante sepa a parmesano y tenga aspecto de parmesano; yo, para eso, me compro un trozo de parmesano, la verdad, y me dejo de experimentos.

   O, sencillamente, experimento cuál es la mejor manera de asar al sarmiento unas chuletitas de cordero lechal… sin conservantes, emulgentes, gelificantes ni antioxidantes: al natural. Ah, ¿que soy antiguo? Bueno, pues, ahora que lo dicen, a lo mejor si.

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